16 de diciembre de 2007

La propiedad intelectual y el software libre. La Internet como un campo de disputa

[Marco Antonio García, marzo del 2006]



Nuestro futuro depende de nuestra filosofía.


El código en la constitución del ciberespacio

Se podría señalar que, en la historia de la humanidad, el cómo se habita el espacio es una de las pautas bajo las cuales se puede regular la acción humana, siendo la arquitectura la representación tangible mas importante de este hecho.

En Internet, el código, vendría a ser la pauta bajo la cual se construye y se norma el cómo habitar en este nuevo espacio, llamado ciberespacio, y por consecuencia el regulador de este espacio, transformándose en la arquitectura del ciberespacio.

Lo que ahora me interesa destacar es que, como ha explicado Lawrence Lessig en su libro, el conjunto de estándares y protocolos, el software básico de Internet es lo que constituye el ciberespacio, o sea, la arquitectura de éste y el control en la construcción de ésta y los objetivos bajo los cuales este espacio se construya va a depender de quién se apropie el desarrollo de la arquitectura del ciberespacio.

La característica de las interacciones en el ciberespacio es que se realizan con la mediación del código. Más aún, el código hace posibles esas interacciones. Por eso dice Lessig que "el código constituye el ciberespacio'', que es la constitución del ciberespacio. Porque, al tiempo que el código hace posibles esas interacciones, establece cómo deben desarrollarse en la práctica, crea límites y posibilidades, establece condiciones y determina la forma en que se desarrollan las interacciones entre los internautas. Es decir, establece cómo los internautas deben interactuar entre sí.

A partir de aquí, se abre una gran cantidad de interesantes cuestiones sobre las libertades de los internautas y sus derechos, sobre las restricciones y las posibilidades incorporadas en el código, cómo se protegen los derechos y los privilegios, sobre quién regula el ciberespacio y cómo lo hace, sobre cómo se ejerce el control en la red, etc.



La dinámica reconstructiva de Internet

Implícita en la concepción de Lessig sobre la regulación está la tesis de que Internet no tiene una esencia o naturaleza inmutable. La red puede cambiar tanto como cambia el código que la constituye. De hecho, la red está cambiando. A nadie se le escapa que la Internet de hoy tiene importantes diferencias con la de los pioneros.

Ésta es una tesis que polemiza, de hecho, con la afirmación ciberlibertaria sobre la naturaleza inherentemente libre de Internet y sobre la imposibilidad de censurarla e, incluso, de regularla. La apoteosis de esta concepción ha estado bien representada por la conocida Declaración de Independencia del Ciberespacio, en la cual se expone una ficticia percepción democrática a priori, del ciberespacio, pero el carácter simbólico de Internet desliga el control de ésta de algún medio tangible, restringido por la expansión de una espacialidad preexistente, motivando al usuario a la generación de una batería cultural propia, basada en la generación de estos códigos para apropiarse de estos espacios, transformando al ciberespacio, como una nueva concepción espacial, en disputa, donde los códigos de programación son el lenguaje que nos lo describen y nos facultan a habitarlo, como alguna vez fueron los mapas o las cartas astrales.



Los problemas de la regulación por el código

Internet está cambiando ante nuestros propios ojos. Está en marcha un acelerado proceso de comercialización de la red. Pero debemos mirar más allá de la superficie.

En los primeros tiempos de Internet, el código de la red era básicamente libre y estaba desarrollado por programadores individuales, inscritos o no en instituciones académicas o, incluso, en laboratorios de empresas comerciales. Entonces, el código fuente de los programas de software era, en su mayoría, abierto. Todo el mundo podía examinarlo y, además, realizar aportaciones y modificaciones al mismo.

Sin embargo, a partir de los años '90, se ha venido produciendo un cambio de gran trascendencia: el código de muchas aplicaciones de Internet comienza a ser desarrollado por compañías comerciales como Microsoft y otras. Los estándares y protocolos de la red y del intercambio de información en ella, que habían sido básicamente abiertos y libres, comienzan a ser "propietarios'', es decir, cerrados o secretos y privados, propiedad intelectual de compañías privadas.

Esto ha tenido dos consecuencias principales:
  • El gobierno puede utilizar más fácilmente el código cerrado y privado para sus propios fines reguladores, estableciéndose un cierre de la esfera publica por la élite política central en desmedro del control de las bases y mediar con esta propiedad, al igual que cualquier otra propiedad tradicional.
  • Al ser el código cerrado y estar protegido por las leyes de la propiedad intelectual, resulta muy difícil someterlo a escrutinio público.

Debemos detenernos un instante en este último punto, porque su importancia es trascendental. Tenemos, pues, un "regulador'' de la conducta social que no puede ser sometido a crítica y comentarios públicos, no puede ser públicamente debatido, lo cual es, en sí mismo, algo que cuestiona nuestros principios sobre la regulación de nuestras sociedades. La tradición liberal y democrática ha considerado como una conquista civilizadora irrenunciable el sometimiento a crítica y debate públicos de toda norma reguladora sobre la conducta de los ciudadanos. Una ley que fuera promulgada sin un proceso público de deliberación no pasaría la prueba de la legitimidad democrática. Pues el código, en la medida que sea un lenguaje único, se institucionaliza, o sea, si se vuelve la "ley'' del ciberespacio —una afirmación que deberíamos matizar—, no debería escapar a una cierta forma de deliberación y legitimación pública. Toda regulación de la conducta de los ciudadanos debe estar sujeta a dos principios: transparencia y escrutinio público; y si el código mismo pertenece a la base misma de la sociedad que lo aplica, lo reinterpreta y modifica, esta ley trascendería a transformarse en una esfera coercitiva de la propia construcción cultural, tras la cual existen mecánicas de dominación y explotación mucho mas trascendentes, pues el código que genera el ciberespacio no solo es un reflejo de integración cultural o lingüística, sino también una regeneración de potenciales medios de producción, por lo que la deliberación en torno a la construcción del ciberespacio no es gratuita ni desinteresada.


El código y los valores

Lessig expone en su libro varios ejemplos que muestran cómo una determinada arquitectura informática incorpora ciertos valores. Una arquitectura puede favorecer ciertas libertades o restringirlas, puede favorecer el anonimato o impedirlo, puede permitir cierto tipo de controles por parte de niveles jerárquicos superiores en la estructura de la red o dificultarlos, etc. En este sentido, es evidente que la tecnología no es neutral en valores.Si el código es el regulador más importante de Internet y si, además, incorpora valores que determinan las interacciones sociales a través de dicho código, en la construcción de los sitios que componen el espacio web, donde en la actualidad prima una dimensión valórica banalizada de imperativo economicista, pero que está en disputa con la propia capacidad ciudadana para irrumpir en este espacio, donde ésta lucha por ser quie decida bajo qué valores quiere que se regule nuestra conducta social. Con otras palabras, los ciudadanos deberíamos tener algún tipo de poder para determinar qué valores deben ser incorporados por la arquitectura del ciberespacio, que es tanto como decir qué tipo de sociedad queremos construir en la era de la información.

De aquí la importancia del software libre como una experiencia de una constitución del ciberespacio transparente, sometida al escrutinio público y no controlada por grandes compañías comerciales privadas.

Cualquier ciudadano puede acceder libremente al código fuente del software libre, examinarlo, modificarlo, copiarlo y distribuirlo libremente, siempre y cuando lo haga sin alterar ninguna de estas libertades. Se trata de un conjunto de libertades individuales que permiten el control ciudadano de la tecnología informática. Permiten un debate abierto y público sobre los valores que incorporan los estándares y protocolos de software. Permite, en cierta forma, el autogobierno.

El software libre como un espacio de libertad


El software libre es un tipo de software que da libertad a sus usuarios. No sólo libertad para ejecutarlo y utilizarlo, sino también para muchas otras cosas: libertad para hacer copias, para distribuirlo y para estudiarlo (lo que implica tener siempre acceso al código fuente). Además, cualquier usuario puede mejorar el software libre y puede hacer públicas estas mejoras (con el código fuente correspondiente), de tal manera que todo el mundo pueda beneficiarse de ello, con el objetivo de generar un vinculo de construcción solidaria de conocimiento colectivo.


Actualmente existen empresas que producen y venden software propietario (contrapuesto al libre); de hecho, es este tipo de software el que utilizan la mayoría de usuarios hoy en día. El software propietario está sujeto a diversas limitaciones; de entrada, normalmente hay que pagar su licencia, se está sujeto a las posibles limitaciones técnicas de estos programas y a las que su licencia impone, con las consiguientes posibles incompatibilidades entre programas elaborados por empresas diferentes que trabajan con código cerrado; así, pues, se está en cierta medida atado a la empresa que lo fabrica (por ejemplo, para traducirlo, para las actualizaciones, para complementos, etc.).

El software libre, en cambio, no está sujeto a estas limitaciones de mejora, ya que su licencia permite de manera explícita que cualquier usuario añada las mejoras (o adaptaciones) que quiera y con total libertad. Está disponible en forma de código fuente y, por lo tanto, todo el mundo puede acceder a él y lo puede utilizar como quiera. Éste es el espíritu del software libre: que todo el mundo pueda contribuir a mejorarlo sin tener que pagar ni pedir permiso a nadie y que las mejoras se pongan a disposición de todo el mundo.

Con el advenimiento de Internet, el software libre se ha consolidado como alternativa, técnicamente viable y económicamente sostenible, al software de propiedad. Contrariamente a lo que a menudo se piensa, grandes empresas informáticas como AOL, IBM, Sun y Apple ofrecen apoyo financiero y comercial al software libre. Por ejemplo, hoy en día IBM facilita el uso de GNU/Linux en sus mainframes (grandes ordenadores) y las nuevas versiones del sistema operativo de los ordenadores Apple (MacOS X) están basadas en software libre (FreeBSD).

El software libre no excluye necesariamente el uso de software de propiedad (uno puede continuar usándolo si lo desea); al contrario, puede integrarse a él o bien complementarlo. Y, por su puesto, puede reemplazarlo efectivamente.

Entre el software propietario más popular, podemos encontrar conocidos programas que utilizan la mayoría de usuarios hoy en día, desde el Microsoft Office o el Microsoft Windows hasta el Acrobat Reader o el Internet Explorer.


El software libre y la propiedad intelectual


Richard Stallman ha sido el primer y principal promotor del software libre, creador del sistema operativo GNU/Linux y fundador de la “Free Software Foundation”. Ésta ha sido la primera organización que se ha ocupado de los temas públicos de la propiedad intelectual. Tiene fama de purista, intransigente y extremista. Aunque hay algunas expresiones y actitudes suyas que encajan en esas calificaciones, yo creo que en general son críticas injustas. Su pensamiento es sólido, sus críticas son acertadas y sus propuestas no son en absoluto extremistas. Su insistencia en la necesidad de adoptar una postura ética ante el tema de la propiedad intelectual desconcierta e incomoda a muchos, pero es consistente. Si para algunos —para la mayoría— el robo es algo inmoral, para Stallman, la propiedad intelectual es también algo inmoral. En su opinión, roba a los ciudadanos libertades que le pertenecen. Él critica, acertadamente en mi opinión, que los derechos de autor sean considerados poco menos que unos derechos naturales, pero considera que la libertad de copiar es algo natural en la persona humana. Sin embargo, las libertades son también, como los derechos, una construcción social.

Stallman se ha ocupado, casi en exclusiva, de la propiedad intelectual del software. Pero sus reflexiones sirven, muchas veces, para otros ámbitos. Stallman parte de la concepción de los derechos de autor incorporada en la Constitución de Estados Unidos. No cree que exista un derecho natural o intrínseco a la propiedad de las obras intelectuales. Explica cómo los derechos de autor, tal como están codificados en los textos legales, son una construcción social, un producto o acuerdo social acerca de la mejor forma para promover la cultura en beneficio de la sociedad en general. Con otras palabras, son un medio para alcanzar un bien público. Sostiene Stallman que la actual institución de los derechos de autor ha tenido sentido durante la época de la imprenta, por las razones que ya hemos apuntado en este texto. En particular, considera que en toda negociación alguien cede algo a cambio de un beneficio. En la "negociación" histórica de los derechos de autor, los ciudadanos cedieron su libertad de copiar a cambio de que los autores pusieran sus creaciones disponibles al público. Stallman considera que éste fue un buen trato, porque los ciudadanos cedieron una libertad que, en aquella época, no podían ejercer. Los lectores de libros no podían hacer copias de libros fácilmente.

Pero ahora la situación ha cambiado y la sociedad puede querer renegociar el acuerdo. De hecho, en la práctica, está diciendo que quiere renegociar el acuerdo. La mayor parte de la gente hace copias "ilegales" de contenidos si puede hacerlo y, además, no considera que esté haciendo algo inmoral. Regular los derechos de copia en la actualidad, tal y como están codificados, supondría interferir severamente en las libertades de los individuos, a diferencia de lo que sucedía en la era de la imprenta, en la que solo se regulaban las libertades de los industriales y de los autores.

Stallman considera que las personas deben tener derecho a usar, copiar y distribuir software libremente, porque eso es bueno para todos, beneficia a la sociedad en general. No solo extiende el uso de software, sino que extiende, también, el espíritu de cooperación que toda sociedad necesita. Pero, en contra de lo que muchos piensan, Stallman no está en favor de abolir los derechos de autor en todos los ámbitos.

Varias sentencias judiciales de Estados Unidos han considerado que el software es una "obra literaria" y, como tal, puede estar sujeta a regulación de copyright. Uno puede preguntarse qué hay de literario en el código fuente y en el código objeto de un programa de software, algo que le pueda comparar a un poema de Bertolt Brecht, a un drama de Shakespeare, a una novela de Kafka o a un artículo de cualquier periodista. Todas estas obras literarias pueden cumplir varias funciones, siendo las más destacadas la información y el goce estético. Pero el código fuente y el código objeto de un programa informático no contienen información —como no sea para los propios programadores— ni procuran un goce estético.

En un famoso discurso pronunciado en octubre de 1986 en el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo, Stallman se hace eco de la analogía entre el software y las matemáticas y recuerda que nadie puede poseer una fórmula matemática. Pero al creador del software libre le parece mejor comparar el software con las recetas culinarias. Ambos son instrucciones para hacer una tarea. Las diferencias radican en que una receta es ejecutada por una persona, mientras que un programa de software es ejecutado por una máquina. Nadie puede tener derechos de propiedad intelectual sobre una receta culinaria.

En ese mismo discurso, Stallman propuso a su audiencia que imaginaran un bocadillo que cualquiera pudiera comer y, no obstante, nunca acabaría de consumirse. Tú podrías comer ese bocadillo, pero también podría hacerlo otra persona y otra y otra más y el bocadillo siempre sería el mismo, no se consumiría ni perdería sus cualidades nutritivas. Pues bien, lo mejor que podríamos hacer con ese bocadillo sería llevarlo por todos los rincones del mundo donde hubiera personas hambrientas; llevarlo a tantas bocas como fuera posible, de forma que alimentara al mayor número de personas posible. No deberíamos ponerle un precio, porque entonces la gente no podría comerlo y el bocadillo se derrocharía.

El software, según Stallman, es como este mágico bocadillo, pero mejor; porque puede estar en muchos lugares a la vez, utilizado por diferentes personas a la vez. Es como si el bocadillo estuviera alimentando a todo el mundo en cualquier parte, al mismo tiempo y para siempre. ¿Qué pensaríamos si alguien repentinamentre dijera que eso es ilegal o inmoral porque solo él puede decidir qué se puede hacer con el bocadillo mágico?

Aquí Stallman ha hecho aquí un presupuesto fuertemente criticado y ridiculizado, aunque de verdadera importancia revolucionaria, ha adoptado el punto de vista, no de un propietario individual, sino de la humanidad en su conjunto, un experimento verdaderamente posible de una propiedad social en el ámbito global.

El software es una herramienta para la ejecución de una tarea. No es una obra literaria. No ofrece información al público ni tampoco le procura un goce estético. Stallman cree que el software no debería tener propietarios, cree que debería ser libre. Más en concreto, cree que el software debería poder ser utilizado con cuatro libertades básicas:
  • libertad para copiar el programa y darlo a tus amigos.

  • libertad para modificar el programa como desees, para adaptarlo mejor a tus necesidades. Para que esta libertad sea efectiva, el usuario debe tener acceso al código fuente, porque modificar el programa sin disponer del código fuente es algo extremadamente difícil.
  • libertad para redistribuir copias, tanto gratis como por un precio.
  • libertad para distribuir versiones modificadas del programa, de tal manera que cualquier persona pueda beneficiarse de las mejoras.

Con el fin de garantizar y preservar estas libertades, Stallman ideó el sistema de copyleft. El copyleft usa la ley de copyright, pero le da la vuelta para que sirva a un fin justamente contrario al original. En lugar de ser un medio de privatizar el software, el copyleft se transforma en un medio de mantener libre el software. La idea central del copyleft es que se otorga a todo el mundo libertad para usar, copiar, modificar y distribuir el programa y versiones modificadas del mismo, pero no se le da permiso para introducir restricciones propias. Quien quiera distribuir un programa con copyleft debe hacerlo bajo las condiciones estipuladas en la licencia de copyleft, así el software seguirá siendo libre.

Pero Stallman reconoce que no todos los productos intelectuales tienen las mismas características que el software. Señala que las situaciones en las que nos podemos encontrar son muy distintas. En un extremo, tenemos la venta comercial de copias (de cualquier producto intelectual); en el otro extremo, tenemos las copias hechas en privado. En medio, hay una multitud de situaciones diferentes: las emisiones de radio y televisión, la publicación en un sitio web, la distribución de copias en el seno de una organización o corporación, etc. Stallman sugiere que distingamos entre actividades que son más privadas, más cruciales para nuestras libertades individuales, y aquellas otras actividades que son más públicas y comerciales. Y sugiere que son estas últimas las más adecuadas para proporcionar algún tipo de ingreso o remuneración a los autores. Las actividades más privadas quedarían libres de restricciones.

Pero la distinción entre lo público y lo privado no siempre es nítida y muchas veces solo podemos distinguir un continuum confuso. Con el fin de ayudar a establecer esa línea divisoria, Stallman propone distinguir tres tipos de trabajo intelectual, pudiendo cada uno de los cuales buscar su propia línea divisoria. Esa categorización diferencia entre trabajos funcionales, trabajos que expresan una posición personal y trabajos fundamentalmente estéticos.

Son trabajos funcionales las recetas culinarias, el software informático, los libros de texto, los diccionarios y otras obras de consulta, todo lo que se usa para hacer bien una tarea. Para los trabajos funcionales, la gente necesita una libertad muy amplia, incluyendo la libertad de publicar versiones modificadas. Lógicamente, esto debe incluir la exigencia de las acreditaciones de los autores y editores originales. Si alguien tiene una mejora que proponer en un diccionario, un libro de texto, un manual de instrucciones, una receta culinaria o un programa informático, debería tener libertad para hacer la modificación y publicar su versión mejorada —de forma gratuita o con precio—, dejando claro siempre quiénes son los autores y editores originales y de cada parte modificada. Es así como se están distribuyendo, por ejemplo, los manuales y la documentación del software de GNU.
Los trabajos que expresan una posición personal expresan experiencias u opiniones personales. Son de este tipo los ensayos (literarios, filosóficos, científicos, etc.), las ofertas comerciales, las memorias, las reseñas y comentarios de libros, películas o restaurantes, etc. En fin, todo aquello que dice lo que uno piensa o quiere o desea. Hacer copias modificadas de estos trabajos carece de sentido moral y de utilidad. No hay razón para que la gente deba tener libertad para publicar versiones modificadas de estos tipos de trabajos. En este caso, podemos considerar la idea de que la libertad de distribuir copias solo debe aplicarse en algunas situaciones; por ejemplo, limitadas a la distribución no comercial.
Por último, los trabajos estéticos tienen como valor de uso principal proporcionar un goce estético, lo que los hace ser apreciados. Son las novelas, las obras de teatro, los poemas, las pinturas, la música, el cine, etc. No son funcionales y, por tanto, la gente no tiene necesidad de modificarlos y mejorarlos. Pero su distribución podría regularse siguiendo el ejemplo de la música: se permiten los arreglos y la reproducción de una canción, pero hay que pagar por hacerlo, aunque no es necesario pedir permiso. Quizás las publicaciones comerciales de estos trabajos sean modificadas o no; si van a ganar dinero con ello, podrían tener que pagar alguna tasa. Pero Stallman no se atreve a proporcionar detalles al respecto.

Por último, junto a estas propuestas generales, Stallman apoya firmemente la reducción de la duración de los derechos de autor. No es de recibo que estos derechos duren toda la vida del autor y 50 ó 70 años más. La mayoría de los libros que se publican dejan de distribuirse al cabo de unos pocos años. No hay razón para que los derechos de autor se extiendan por más tiempo. Diez años serían suficientes. Tal vez el copyright de las películas deba durar más: unos 20 años, por ejemplo. Para el software, tres años sería un plazo adecuado: en ese tiempo es normal que se haya publicado una nueva versión. Mientras el software no sea libre, éste sería un compromiso aceptable para Stallman. Sería conveniente, no obstante, que existiera una ley que obligara a depositar el código fuente de todo programa de software en alguna institución o entidad que hiciera de registro, de forma que, al cabo de esos tres años, el código sería hecho público.

Aunque Stallman limita la experiencia del software libre únicamente al ciberespacio, siendo mucho más cauto en la preservación de las otras esferas del mercado, es categórico al señalar los limites inagotables de la propiedad simbólica, la cual está intentando ser coartada por la regeneración jurídica de los derechos de propiedad; lo interesante es que esta lucha está fuera de los márgenes de los modelos de dominación da las estructuras jurídicas convencionales, transformándose el control y la distribución de esta nueva propiedad en un problema por el dominio de un nuevo espacio en construcción, del cual las nuevas variables de control dependen de la ingerencia en la construcción de códigos abiertos, donde la lucha por la articulación de este espacio es abierta y no tan desventajosa como las anteriores por los espacios de producción, pues, al igual que los espacios democráticos, los mecanismos de control están en construcción.


El fin de la propiedad intelectual

El fin de la propiedad intelectual es el efecto central del open source (códigos de programación abiertos) y de los software libres, que golpea directamente con toda la concepción moderna del arte y, en general, de las actitudes creativas. Si muchas personas trabajan en el desarrollo de un producto sobre el supuesto de que todas lo hacen en igualdad de condiciones y régimen comunitario, ¿a quién pertenece el producto final?

Más aún. ¿Y si aplicamos esta filosofía no sólo a la escritura de software, sino también, por ejemplo, a la escritura de novelas? ¿Se siente alguien capaz de mejorar Cien años de soledad? ¿No? ¿Y de modificarla por el simple gusto de hacerlo?


La propiedad intelectual ha sufrido cambios desde que las tecnologías digitales hicieron su aparición. La democratización tecnológica nos abre camino a un universo de delitos privados que todos practicamos con mayor o menor ahínco. Desde las vulgares copias de compact-discs hasta el almacenamiento de impúdicas fotografías obtenidas a través de Internet, el común de los mortales se ha lanzado al sano ejercicio de violar los derechos de otros. El problema tiene difícil solución. No se puede perseguir a todo el mundo ni pretender que todos acabemos en la cárcel. Incluso las grandes empresas de televisión digital andan enfrascadas en arduas e infructuosas luchas contra la descodificación ilegal de sus señales. Porque, aunque la ley reconoce que quien emite las ondas es su propietario, bien es cierto que lo que hay dentro de mi casa es mío y hago con ello lo que me place. Y si alguien quiere comprobar si dentro de mi hogar delinco con el mando a distancia, que traiga, por favor, una orden del juez.

Pero tuvo que llegar 1999 para que el asunto de la violación de los derechos de los autores fuese tomado en serio. Hubo de aparecer un software llamado Napster que, de la noche a la mañana, revolucionó toda una manera tradicional de entender las relaciones autor/consumidor. Por primera vez en la historia de la distribución de obras creativas, el consumidor asumía el control y decidía hacer lo que le placiese sin que el autor ni los estamentos asociados a él pudieran hacer nada por evitarlo.

Napster era un software que permitía el intercambio indiscriminado de ficheros informáticos que, a su vez, contenían ese bien tan preciado y costoso que es la música. Según las compañías discográficas, que viven, como es sabido, de vender a precio de oro copias y copias de un producto inicial que apenas les cuesta nada, Napster violaba todos y cada uno de los derechos que le asisten al autor. Muchos músicos, viendo peligrar sus cuentas corrientes, se sumaron a la idea. Pero no había demasiado que hacer: se había sembrado la semilla para que la propiedad intelectual no volviese a ser jamás lo que había sido. Porque, hay que decirlo, el problema real de Napster es que tuvo más usuarios utilizando sus servicios que habitantes muchos países del planeta. Éste es, y no otro, el verdadero problema. Cuando millones de personas hacen al mismo tiempo algo que, circunstancialmente, va contra los intereses económicos de unos pocos, éstos últimos ya pueden montar en cólera todo lo que quieran. El fenómeno perdurará y será la ley la que habrá de reajustarse. Y ellos, los de los intereses económicos, también. Por la cuenta que les trae.

Si se puede ver, se puede copiar


Las tecnologías digitales ofrecen un sinfín de mejoras a las tecnologías tradicionales. Basta disfrutar de la experiencia de enviar un mensaje de correo electrónico para darse cuenta de ello. Pero a todas sus bondades, llamémosles obvias, hay que sumarle una no menos interesante: permiten sucesivas, múltiples y ramificadas modificaciones de un producto original. Esto que digo puede sonar evidente para los usuarios habituales de las nuevas tecnologías, pero no estará de más recordarlo para los que no las frecuentan tanto como quisieran. Un libro publicado en formato impreso tiene un coste de producción que crece proporcionalmente al número de unidades que de él se editen. Un libro publicado en formato digital y distribuido en Internet tiene siempre el mismo coste independientemente del número de ejemplares que de él se distribuyan y dicho coste, además, será siempre cercano a cero.


Si bien es cierto que quienes son autores de obra creativa distribuida a través del medio digital —y estamos hablando de todas las disciplinas literarias, de muchas de las plásticas, de las musicales y, poco a poco, también de las cinematográficas— se cuidan mucho de defender sus derechos por medio de la utilización de medios tan dispares como son la criptografía o la ley, no es menos cierto que todo lo transmisible digitalmente es susceptible de ser intervenido. Ya, a día de hoy, los legisladores de los países más avanzados en la materia se encuentran sumidos en un debate para dilucidar cuál ha de ser la ley que a todos contente cuando se trata de distribuir digitalmente.

Este hecho trae sin cuidado a la comunidad de usuarios de estas tecnologías. No hubo un solo usuario de Napster preocupado por la presunta maldad de su proceder y, a buen seguro, todos ellos durmieron como benditos por las noches mientras el software estuvo activo. Nadie de los que coleccionan imágenes, textos, música o vídeos obtenidos a través de Internet se preocupa en lo más mínimo de los derechos presuntamente violados al autor que generó el original. Es más, en muchos casos, la autoría de estas obras se ha diluido en las muchas distribuciones de la misma.

Llegado este punto, es difícil seguir sosteniendo métodos y maneras de creación y distribución al uso tradicional. La revolución está hecha y las filosofías futuras establecidas. Ahora es el momento de explicar las bondades de esta nueva era. Y de que el autor se adapte a ella.

Si atendemos a los parámetros que configuran la filosofía open source, el objetivo final al que todo se supedita es la obtención de la máxima calidad, manteniendo el máximo grado de desarrollo. La cultura, ese ente abstracto que uno tiene la tentación de escribir con mayúscula, de igual forma ha de tener un único fin: desarrollarse siempre al máximo para prestar, así, el mejor de los servicios a la sociedad. ¿Por qué hemos de conformarnos con medias tintas si podemos abarcarlo todo?

Dando por bueno este razonamiento, encontramos que el autor, cuando defiende el derecho al reconocimiento sobre su obra, lastra el desarrollo de la cultura, pues impide a ésta desarrollarse en su máxima capacidad. Legítimo es su derecho e ilegítima la obsesión de otros por violárselo, pero la cultura se desarrollará en toda su amplitud solo si este último proceso se da de forma fehaciente.

Por ello, ha de surgir también para las disciplinas artísticas una cultura open source que trabaje exclusivamente al servicio de la cultura y no de los autores ni, mucho menos, de toda la pléyade de intermediarios que traban con decisión los procesos creativos. Este proceso, por continuar con la nominación que estamos utilizando y reconocerse deudor de su predecesor informático, se puede llamar cultura abierta.

Cultura abierta


A partir de este momento, y haciendo buenos los fundamentos que nos ocupan, vamos a beber directamente de la cultura open source (referente a los codigos de producción abiertos) y de sus tesis para tratar de trasladarla a la cultura artística. Se trata, ahora, de establecer los puntos básicos a partir de los cuales se han de desarrollar procesos creativos que impulsen con fuerza la cultura como meta final.


Cultura abierta significa tratar por todos los medios a nuestro alcance de establecer procesos culturales cuyo principal objetivo sea evolucionarse a sí mismos y, si se diera el caso, concluirse en el menor tiempo posible y obteniendo el mejor de los resultados alcanzables. Utilizar todos los medios a nuestro alcance supone, de una manera clara, renunciar a muchos de los derechos que a los autores les asisten de manera tradicional. Principalmente, y de manera genérica, el derecho a la reproducción y distribución de las obras propias y el derecho a la modificación de la obra original. Éste último, llevado a las últimas consecuencias, supone una renuncia, incluso, a la propia autoría de la obra de arte.
Si entendemos que el fin de la cultura abierta es desarrollar la mejor de las culturas, tampoco hemos de perder de vista el hecho de que esta filosofía redunda en beneficio del autor. Aunque ya hemos señalado que trabajando en cultura abierta pueden darse casos de pérdida de la autoría (sobre todo cuando muchos agentes se vean implicados en un mismo proceso y los trabajos se lleven a cabo de manera zigzagueante e intrincada), no siempre ha de ser así. El autor o autores de una obra pueden continuar siendo reconocidos como tales a pesar de que hayan renunciado a la mayor parte de sus derechos. Esta renuncia conlleva, como ya se ha señalado, abrir todos los procesos de distribución. Si la obra puede viajar libremente, el nombre, el pensamiento y la referencia al autor, lo harán en igual medida.

Muchos autores —y hay que aclarar que, cuando nos referimos a autores, nos estamos refiriendo a todos los autores y no solo a los que lo son de forma reconocida, popular y de sobra remunerada— traban continuamente su labor y el desarrollo posterior de la misma cuando obstaculizan su reproducción. Las obras, los pensamientos y los mensajes artísticos que quieran prosperar han de tener en cuenta que defender de manera conservadora los derechos de autor que les son inherentes, obstaculizarán de forma decisiva su progreso. Se anquilosarán y, en la mayor parte de los casos, morirán al poco de haber nacido. Muchas de ellas habrán alcanzado un desarrollo tan escaso que no podrán, a ojos de un observador desafectado, ostentar la categoría de obras conclusas.

A la cultura sólo le interesa la obra y debe apostar por ella prescindiendo de la valoración económica. Son dos aspectos distintos que deben ser tratados por separado. A pesar de ello, no hemos de olvidar que el autor desea obtener ingresos económicos derivados de la venta de su obra. Bajo la filosofía cultura abierta, no sólo no se impide que el autor comercie con su obra, sino que se autoriza de forma expresa. Con una salvedad: el autor no mantiene el derecho de comerciar con exclusividad. El libre derecho a la circulación y distribución del producto cultural se contrapone a este precepto. Así, el autor podrá vender copias digitales de su material artístico, pero otros podrán hacerlo de igual manera y con el mismo ánimo de lucro. Además, mantener una tesis abierta, significa que nadie podrá oponerse a que nadie distribuya copias, con o sin interés lucrativo, con o sin variantes sobre el original.

Que fluya libremente la cultura

Digámoslo con un ejemplo y experimentando en carnes propias. Establezcamos los parámetros básicos de la licencia de distribución de los productos culturales en régimen de cultura abierta.


Este artículo me pertenece a mí, que soy su autor. Esta versión inicial del mismo es de mi autoría y es lo único que decido conservar. A partir de aquí, autorizo todas las reproducciones que se quieran dar a este texto, incluso las que tengan como objetivo principal el de obtener un beneficio lucrativo para quien efectúa la distribución. Tan sólo ruego —pero no obligo— que se mantenga la mía como la autoría principal del original. Por supuesto, y siguiendo el hilo de la argumentación previa, quedan expresamente autorizadas cuantas modificaciones a este texto quieran realizarse. Pueden modificarse el sentido de unas pocas frases o sustituir párrafos completos. Queda esto al exclusivo juicio de los que vengan detrás.


Pero he de poner ciertas condiciones al acuerdo. Estas condiciones no son sino las ya establecidas por los desarrolladores de software open source y que, en resumen, son las siguientes:
  • Los productos culturales deben circular libremente. De esta manera, los productos editados bajo esta licencia pueden distribuirse, entregarse o venderse con total libertad. Este sistema de distribución potencia la obra y ayuda al autor a desarrollarla hasta sus últimas consecuencias. Pero la libertad ha de ir más allá: podrá exigirse una contraprestación económica, siempre y cuando no se impida la modificación de la versión en cuestión, que habrá de ser siempre y en todo caso abierta y libre.
  • La obra creativa debe de facilitarse de tal manera que pueda ser modificada libremente por quien quiera, como quiera y cuando quiera. Si esto no fuera posible de manera directa, se establecerá un sistema alternativo a través de Internet.
  • No se debe permitir la discriminación de personas o grupos de personas en el trabajo sobre una obra distribuida con este tipo de licencia. De igual manera, los autores de las distintas distribuciones pueden decidir libremente qué versiones de la obra deben formar parte de ellas. Los trabajos que resultan de modificar las obras originales o sus posteriores versiones han de distribuirse con el mismo tipo de licencia que las anteriores.

En definitiva: se autoriza la libre modificación y distribución de este documento, siempre que se permita hacer lo propio con el producto resultante.



Nuestro futuro depende de nuestra filosofía 

Siguiendo las palabras de Richard Stallman, hemos de entender que nuestra responsabilidad ha de ser una y solo una: permitir el máximo desarrollo de la cultura, ofreciendo todo el poder de control sobre ella a los usuarios. El resto es siempre secundario. Por ello, la filosofía ha de estar clara: nos preocupa el conocimiento y nos preocupa no vivir en la mejor de las sociedades posibles. Tenemos los medios y están, ahora más que nunca, a nuestro alcance. Los derechos de unos pocos deben carecer de importancia para conseguir, entre todos, ventajas substanciales. Sobre todo y teniendo en cuenta que el hecho de pasar por alto dichos derechos redunda, a largo plazo, en beneficio de los que los ostentan.


Dejemos a la cultura fluir con libertad. Permitamos que se desarrolle siempre al máximo nivel y que cualquiera pueda convertirse en agente implicado tan solo por desearlo.

2 de diciembre de 2007

Destellos sin reflejos. Blade Runner y la muerte de la modernidad

[Marco Antonio García, octubre del 2005]
La vida de los hombres
—y la de aquellos que se les asemejan—,
sucumbe inexorablemente en la ciudad entrevista.
Alguien, huérfano de pasado,
en la infinita reiteración de su destino,
en algún instante de la eternidad,
mata al Creador y convierte la lluvia
en el olvido de todas las visiones,
en el silencio de todas las respuestas que
—no obstante—
jamás fueron ni serán pronunciadas
.

Blade Runner es de esas películas que confrontan al espectador en el cine, lo confronta con lo que cree y con los actos que estas creencias conllevan, dándonos una visión posible de nuestra sociedad, una de esas visiones que nunca queremos creer, carente de luz y sentido, un crepúsculo visual interminable, al cual se hace alusión como parte de la estética posmoderna —horrible palabra, por lo demás—. Esta afirmación se basa en algunas características como la convivencia de diferentes etnias en el mismo radio urbano, la cualidad babélica del lenguaje, el hiperdesarrollo técnico de los escenarios, el ambiente sofocante y apocalíptico, la ausencia de luz natural y la vigencia permanente de la publicidad.
Estos datos, que el espectador recibe bajo el impacto de una revelación, suponen, además de un planteamiento estético, una interpretación acerca del futuro. Con su puesta en escena, Ridley Scott elaboraría un discurso crítico acerca de ese mundo del porvenir en el que prima una asfixia latente, una atmósfera compleja y poco traslúcida en la que discurre la vorágine de un Los Ángeles contaminado y lluvioso, poco hospitalario y al que muy bien podría remitirse esta descripción de Cortázar: «Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos»[1]. Ecos y reflejos de las calles atestadas del barrio chino, Sebastian rodeado de muñecos parlantes y criogenéticos y, finalmente, Tyrell diluido en la dimensión inconmensurable de su oficina.
En ese marco espacial y acotado por máquinas voladoras y displays publicitarios, la vida ordinaria de un ex oficial de policía se ve afectada por una decisión insoslayable. Esa decisión implica el estar a favor o en contra de la Vida en un sentido absoluto, ya que el Bladerunner no podrá seguir con su rutina cotidiana a partir de esa encrucijada. Toda la película es el desarrollo de esa contradicción confrontada entre el nihilismo, el sinsentido, el individualismo; a la vez que plantea la vigencia de valores absolutos para el mundo virtual de sus personajes y para el contexto real de sus espectadores: ¿respeto por la vida humana, idéntica escala axiológica para diferentes esferas como el trabajo y la vida cotidiana?: el Bladerunner debe fugarse para mantener intacta esa escala, etc.
Por esta razón, tal vez no sea arbitraria la similitud entre este planteamiento de Ridley Scott y el de una novela netamente moderna. Dice Saint-Preux: «La multitud de objetos que pasan ante mis ojos me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco»[2]. Una comparación quizá apresurada desde el punto de vista estético, pero ajustada a partir de la experiencia del corazón humano, que atraviesa las épocas y los siglos fiel a sus contradicciones y más íntimos deseos: apetito de seguridad frente al torbellino y el sentido de pertenencia orientado –aun en su mínima expresión– por lo menos a sí mismo, a la fidelidad hacia sí mismo.
Por lo tanto, aquí la estética posmoderna es quizá el pretexto (como puede serlo en ocasiones la obra estética en general o un producto cinematográfico en particular) para introducir un debate y/o interrogante de tipo moderno: una dimensión ética proyectada a un tiempo y una cultura futuras –como prevención y previsión ante esa facticidad virtual–, el planteamiento acerca de la vigencia de ciertos valores y las constantes contradicciones humanas que se verificarían en el futuro, de igual manera que hasta el presente se han constatado en la historia –hipótesis que traduce, desde luego, una concepción del tiempo como desarrollo desde/hasta lo que es ya en sí mismo un planteamiento de la modernidad–.

Del original al simulacro

«El mundo es mi representación. [...] Si hay alguna verdad a priori es ésta».
Schopenhauer[3]

Una buena parte de la historia de la filosofía se ha ocupado en resolver este problema: ¿es el mundo mi representación o hay una verdad objetiva, una realidad inmanente a la cosa en sí que existe independientemente de mí? De la respuesta a este enigma depende la actitud y la posición del hombre frente al mundo. Si se considera a sí mismo como la medida de todas las cosas –Protágoras–, es justo suponer que habrá tantos mundos diferentes como hombres existan o quizá, como pensaba Kant, hay un orden, una racionalidad en la naturaleza que es posible descubrir y, por lo tanto, está dada y nos precede.
Blade Runner es una historia de simulacros, de representaciones o, más bien, es el relato de la dialéctica posible entre originales (personas) y simulacros (clones, replicantes creados criogenéticamente). Scott saca a la luz –intencionadamente o no– aquella vieja pregunta y propone una situación en que los saberes (científicos y éticos) se confrontan. Ante el futurismo optimista de alguien como McLuhan[4], por ejemplo, el discurso de Blade Runner supone un límite a los milagros de la tecnología toda vez que ésta intenta avasallar (aun asumiendo a sus productos como simulacros o prolongaciones seriadas del original) los perímetros de la existencia entendida como fin.
Los replicantes, simulacros de la raza humana, son concebidos como medios para lograr determinados fines (la guerra, el placer, etc.) e incapaces de experimentar emociones. Sin embargo, el proyecto inicial de la Tyrell Corporation se desborda y los clones devienen personas (y ésta es tal vez la broma de Scott): desarrollan sentimientos, cuestionan, «replican», tienen conciencia de sí mismos y de su vida criogenética que ha comenzado a ser, en virtud de esa conciencia, otra cosa (un dato nada despreciable es que los replicantes más sofisticados también tienen una memoria artificial o recuerdos implantados, circunstancia que les impide diferenciarse a sí mismos de los seres humanos, como si el pasado fuera la única certeza o el testimonio más veraz de la propia existencia, como si la memoria fuera el campo de cultivo de una identidad que atiende sólo a su propia espalda).
Es el mundo frío de la eficacia superlativa y la peor de las pesadillas para una mentalidad idealista. Todo puede ser allí matemáticamente seriado y ya no es posible distinguir la copia del original. Pero ese universo parece descontrolarse o desbordar en la concepción de Ridley Scott. La tecnología y la publicidad se reproducen en progresión geométrica: animales clonados, maquinaria sofisticada, automóviles que vuelan, displays publicitarios. Los replicantes no responden como cabría esperarse y los criterios de eficacia fallan[5] a la hora en que los chips de seguridad deben mostrar sus aptitudes (antes bien, son la causa del descontrol de los simulacros).
La parodia se multiplica en la respuesta de Scott. Aún más, su discurso parece implicar que sólo los simulacros se reproducen con éxito: es imposible o muy costoso conseguir animales auténticos, todo ha cambiado en la cultura futura excepto el contenido de ciertas publicidades, las «marcas» como cierto tipo de «huellas» que permanecen inalterables, aunque no así los objetos que representan.

Los tentáculos del progreso, Sistema vs. Mundo de la vida
«Bajo control tierra aire y mar, bajo control el reino animal, bajo control hasta la guerra y la paz.
Bajo control la humanidad, bajo control la mediocridad, bajo control todo el mundo está, bajo control todo, todo bajo control».
Mario Ian[6]

Blade Runner no supone una unidad armónica entre los mundos de la vida del Los Ángeles de 2019 y su administración central. De hecho, la sociedad habla una lengua mestiza con vocablos mixturados de diversos idiomas. La policía, por otra parte, conoce perfectamente ese dialecto, pero habla una lengua diferente[7].
El nudo de la película y la decisión fundamental que debe tomar Deckard gravitan esencialmente sobre esa incomunicación. El Bladerunner –víctima o asesino– deberá optar entre la oferta oficial y, entonces, reingresar a la policía o perecer bajo la fuerza de ésta. Dice Deckard: «Renuncié porque estaba cansado de matar. Pero prefería ser un asesino a una víctima y a eso es a lo que se refería Bryant al amenazarme, porque soy civil». Se cumpliría aquí la afirmación de Weber: el Estado es aquella comunidad humana que ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima dentro de un determinado territorio. [...] En consecuencia, el factor específico de nuestra época es el siguiente: a las otras instituciones y a los individuos sólo se les atribuye el derecho a la violencia física hasta donde lo permite el Estado. Éste es considerado como la única fuente de la que emana el «derecho» a la violencia[8].
Y, sin embargo, es en este mundo escindido del futuro, es en ese Los Ángeles de originales y simulacros, donde las contradicciones humanas emergen, pese a todo lo que cabría esperarse. Blade Runner es insistente en preguntas que buscan un referente estable para viejos interrogantes: «¿Sabes lo que significa vivir con miedo?, ¿tú no has sido nunca un esclavo?» (Roy a Deckard). «¿Has retirado a un humano por error?» (Rachael a Deckard). «¿Cómo sabes que no eres tú también un replicante?» Pero, en este último caso, Deckard no contesta. La ironía de Ridley Scott radica en que el detector no escucha la pregunta –¿está soñando?– y, por lo tanto, no la oye o, peor aún, «no la quiere oír».
En esta sociedad, finalmente, las instituciones se transforman en solo violencia, ya que los valores se ven subyugados al imperativo de los sistemas, los que dialogan con lenguajes pragmáticos funcionales; ejemplo directo de esto es el concepto de retirar a un androide, esta concepción nos lleva a la expresión máxima de la funcionalidad, pues el androide mismo es concebido como la forma de vida perfecta, para funcionar dentro del sistema, desligado de todo valor ontológico, que no provenga de la función misma que ocupe en la sociedad y que debe de ser retirado en la medida que su funcionamiento sea erróneo o deficiente.
El control en esta sociedad será avalado por esta finalidad sistémica, que artificializa la vida, en donde, a medida que la vida se extinga, el control sobre el sistema se extenderá; de aquí la importancia de destruir el significado ontológico de la vida y sobre todo de la muerte, pues sin estos conceptos tampoco hay afectos o valores, por lo que solo se retira al elemento fallido del sistema, porque en este mundo donde el concepto de muerte ya no existe, ni la trascendencia de ésta, «¿quién vive?»[9].


El Prometeo moderno y la muerte de Dios

«There is a time to live and time to die when it is time to meet the maker
There is time to live, but is not it strange that as soon as you`re born, you're diying»[10].
Steve Harris

¿Qué ha pasado con estas copias criogenéticas? ¿Por qué buscan respuestas? ¿Por qué de simples réplicas se transforman en replicantes?
La propia conciencia de sí, la memoria de un pasado difícilmente irrefutable, la carga de los sentimientos, el sentido de finitud y aproximación a la muerte: elementos todos de la complejidad y esencialidad del corazón humano. Las réplicas han dejado de ser «qué» para trasmutar y devenir personas, ahora hay un «yo», hay un «sujeto». Ya nada los diferencia de los hombres como no sea una fuerza y una efectividad empíricamente sobrehumanas. Pero no es su perfomance lo que los acerca a la condición de hombres, sino acaso sus debilidades, y no precisamente el conjunto aislado de sus debilidades, sino la confrontación de éstas con su potencia superlativa. El replicante quiere saber por qué debe morir, por qué alguien como él debe ceder ante la muerte. ¿Quién tiene entonces las respuestas? ¿Acaso su creador? ¿Quién puede armonizar en un mismo hilo conductor el sentido de su existencia? ¿Tiene acaso un sentido? El acierto de Ridley es plantear la indefensión humana ante las incógnitas –que están a la base del sentido– mediante el recurso de la alegoría y el simulacro. Nos parece, en principio, divertida y hasta superficial esta ostentación de inmodestia de los simulacros, hasta que de pronto ya no es una ocasión para la risa y nos vemos ahí, retratados en las mismas dudas e idénticas angustias, igualmente arrojados a un puzzle que es preciso componer para que la cordura no pierda su soporte y la vida se sostenga en equilibrio en su laberinto de andamios o tenga, simplemente, una esperanza.
En la Edad Media, Dios era ese hilo conductor dador de sentido. La modernidad adhirió a la hipótesis de su muerte como una metáfora frente a la caída de las verdades metafísicas que ya no se mostraban estables y eternas a la luz de la Razón. Había que buscar una nueva «religazón» de los significados parciales, un «punto fijo», una Palabra que permitiese nuevamente llamar a las cosas por su verdadero nombre. [...] El nuevo foco Dispensador de Sentido, la nueva potencia significativa cuyo respaldo garantiza la organización de lo real es «la Razón»: esa Razón Ilustrada Occidental.
Roy Batty interroga a esa Razón. Ya no es a «Dios» a quien apremia por respuestas, porque su Dios y su creador es precisamente ahora la Razón humana, la ciencia encarnada en el más mortal, pero igualmente omnipotente genio del futuro a quien el replicante supone en poder de todas las respuestas (Tyrell).
El propio Tyrell es la personificación misma del poder divino, dejando de lado su afectividad por la vida terrenal[11], bajo su imagen corporativa (Tyrell Corp.) omnipotente, expandiendo sus ojos y tentáculos a través de todo el subsuelo, haciendo germinar sus propias representaciones de la creación, corrigiendo el error irracional de la naturalidad de Dios (a través de la biogenética), dando la vida y decidiendo cuándo quitarla (cuatro años por desgracia para los Nexus 6): él se encuentra debajo del Sol al amanecer, en la cima de su pirámide, contemplando el quehacer humano desde una atalaya olímpica de cristal y hormigón.
Sin embargo, él y la su razón se muestran ignorantes, insuficientes, parciales respecto a la pregunta por el sentido, al porqué de su increíble capacidad de conocer, de sentir, y al porqué de tan corta existencia, insuficiente, intrascendente. ¿Habrá que destruir también a este nuevo Dios, condenarlo por la crueldad de la brevedad de la vida? Roy asesina inmisericordemente a ese No Dispensador de Sentido, quien interesantemente muere por las manos que él creo; el sentido del creador (Tyrell) era la creación, cada vez más eficaz y racionalmente, donde Roy solo es un paso más en un caminar sin límite en la busca de un sentido que se define como búsqueda del camino en sí mismo. Roy asesina a su creador enterrando los dedos en sus ojos, el órgano bajo el cual se perfeccionó la observación, la comprensión del mundo y de su creación. Posteriormente, sigue con la cabeza, de donde se gesta la racionalidad plena de la cual él nace, pero incapaz, a pesar de su gesta, de responder a esta pregunta.
Roy, el Mesías nacido fuera del pecado original de la naturalidad, de la afectividad, de todo lo que detiene al hombre en su camino por conocer, por descubrir el sentido de la razón en sí misma, el sentido de la razón pura[12]; es finalmente el que se desengañada de su creador[13] y se conecta con un tema de innegables resonancias teológicas: al matar a su creador (Dios), la criatura hecha de pedazos humanos (genes, órganos esparcidos dentro del mercado) alcanza su humanidad para ir a dar cara a cara con la muerte, donde experimentar «el miedo a la muerte es el filo más estrecho por el que camina la condición humana, el borde donde lo natural se adelgaza al máximo pero a la vez se hace máximamente firme»[14].
El androide más excelso, la criatura más refinada de la nueva cepa tecnológica de sustitutos humanos, accede a la humanidad precisamente desde el hilo más delgado: la noción de la muerte.
La paradoja aquí está en el carácter humano de lo humano en esta nueva sociedad, pues las máquinas no saben de preguntas, sólo saben de respuestas. Pero el Nexus tenía preguntas. El Nexus preguntaba sobre lo obvio: ¿de dónde venimos? o ¿por qué estamos aquí? Estas preguntas, que no son parte de la esencia misma de la humanidad, son dejadas de lado por la maximización material en sí misma o, en el mejor de los casos, por el desarrollo de subculturas esotéricas que funcionan dentro del mercado bajo una concepción estética banalizada, que está muy limitada respecto de la concepción ontológica que conlleva a la modernidad.


Al otro lado de la Hoja, la sociedad de Blade Runner

«lo que cuento es la historia (...) de lo que no podría suceder de otra manera...
Este futuro habla ya en cien signos; este destino se anuncia por doquier; para esta música del porvenir ya están aguzadas todas las orejas.
Toda nuestra cultura se agita desde ya hace tiempo, con tensión torturadora, bajo una angustia que aumenta de década en década, como si se encaminara a una catástrofe; intranquila, violenta, atropelladora, semejante a un torrente que quiere llegar cuanto antes a su fin, que ya no reflexiona, que teme reflexionar»[15].
Friedrich Nietzsche

La escenificación futurista de Los Ángeles en el año 2019 se presenta como una mole urbana en la que no se observan rasgo ecológico alguno (exceptuando en la Versión Internacional donde, al final, se puede ver un bosque[16]). Es una ciudad con una «suciedad estructural», podría decirse, y con una penitente contaminación acústica. Más aún, a través de un adoctrinamiento mediático constante (mediante repeticiones sonoras constantes), se hace clara la existencia de un éxodo a colonias en otras partes de la galaxia. Una huida probablemente motivada por la destrucción de los espacios naturales, la sobrepoblación y la polución; esta paradoja nos trae el dilema de los límites del proceso de tecnificación y el problema de la llamada fuga de entropía[17], la cual se exacerba en esta película, ya que no se puede externalizar, porque no queda lugar para la contaminación o la diferenciación social, por lo que se huye de ésta, yendo cada vez más alto, hasta el espacio mismo.

La visión aérea que tenemos de la ciudad es indicativa de la evolución tecnológica. El poder (la corporación Tyrell) está representado por un edificio de dos torres de 700 plantas parecido a las pirámides-templo de los mayas, representante de una fuerte centralización del poder mismo respecto de la sociedad, haciendo una directa alusión arquitectónica a la incapacidad del hombre de tener ingerencia en la configuración social del mundo[18]. La visión al nivel de la calle es la de una ciudad superpoblada, sucia y congestionada, por un lado. Una ciudad llena de mezcolanza racial donde se habla un idioma, la interlingua (el espanglish sería un buen ejemplo de este híbrido lingüístico propiciado por la integración de los espacios culturales), conjunción de lenguas asiáticas y occidentales. Una ciudad que teledirige a la gente mediante semáforos, parlantes y señales luminosas. Por otro lado, se presenta una ciudad viciada, donde habitan seres extraños o deformes, seres pertenecientes a las infraclases. En cualquiera de los dos niveles mencionados, se hace patente la importancia de la publicidad, indicativa de una potenciada perpetuación en Blade Runner de la sociedad de consumo actual. Con ello se quiere sugerir no sólo que la mayoría de la población puede satisfacer cumplidamente algo más que sus necesidades elementales, sino que además está impelida a hacerlo.

Sueños y propaganda: sociedad masa y posmodernidad
«La muchedumbre de pronto se ha hecho visible. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonista, solo hay coro»[19].
José Ortega y Gasset

Como se desprende de lo dicho más arriba, la puesta futurista de la sociedad en Blade Runner está contextualizada en el ámbito de lo que conocemos hoy como sociedad masa. En ésta, la sociedad se ha caracterizado por la imposición de una situación de igualdad de condiciones y formas de vida en los diferentes individuos y grupos. Siguiendo la línea de pensamiento expresada por Hyppolite Taine, estamos ante una nueva forma de despotismo. Es decir, ante una centralización del Estado (corporación Tyrell) capaz de ejercer una presión uniforme a través del territorio de una nación y aun más allá, con la ayuda de una vasta burocracia (control genético). Estamos ante una época histórica en la que hay, según Scheler, una uniformidad en el desarrollo de los acontecimientos históricos de las sociedades.

En Blade Runner, el planeta es una sola sociedad. Además, el film refleja esa disolución de los grupos primarios y de los lazos primordiales de lealtad y afecto bajo las condiciones de la sociedad masa. Según se connota, en Blade Runner —mediante un constante movimiento de masas sin que se sepa a dónde van (si es que van a alguna parte) y que viven en un individualismo homogeneizante respecto de la visión de la sociedad y la ingerencia sobre ésta— estamos ante una humanidad sin comunidades en la que simultáneamente hubieran desaparecido las clases, lo cual no entrañaría necesariamente una sociedad igualitaria, pues no impediría el ejercicio exclusivo del poder por parte de élites privilegiadas (corporación Tyrell) ni tampoco la ausencia de clases sociales. Ésta (la sociedad masa) podría definirse, simplemente, como aquella situación en la que las líneas de la estratificación social estarían muy difuminadas y en la que, además, una infinidad de hombres y colectividades hubieran perdido su identidad de clase sin adquirir otra, cosa que queda patente en Blade Runner con Deckard y Batty. Como indica Karl Jaspers, para los teóricos de la sociedad masa estamos ante el fracaso final del sueño platónico de dirección intelectual de la sociedad. Estamos ante el fracaso de la modernidad, es decir, del proyecto de liberación y emancipación de la humanidad por la conciencia en la primacía
del interés particular sobre el universal y la dominación de unos sobre otros en todas las esferas de la vida (lo que Mannheim argumenta como la victoria de la razón instrumental sobre la substancial). Blade Runner refleja este estado de posmodernidad mediante:
  • La permanencia irreversible de una crisis de valores (Deckard está constantemente preocupado por el significado de lo bueno y lo malo).

  • La pluralidad de lenguas correspondientes a los distintos discursos valorativos: todo vale (Batty sea quizás el único que respete ciertas reglas, como nos demuestra con su concepto de «deportividad» y su valoración de la irracionalidad en la secuencia de «caza» de Deckard).

  • El cambio de las coordenadas espacio-temporales. Todo se convierte en presente, cuya finalidad es su propia reproducción (como bien se ve en el propio discurso de la película mediante el ritmo de la historia).

  • El éxito de la representación (no se llega a saber quién es quién en la película, salvo quizás con Batty).
Pero, sobre todo, lo más definitorio de esta sociedad masa posmoderna representada en Blade Runner es la secularización del progreso. Esta característica merece un comentario más extenso.

El Dios de silicón, Tecnocultura

La secularización es un proceso socio-histórico a través del cual se establece, por un lado, una separación entre el factor religioso y los sistema políticos, sociales y culturales y, por otro, que crecientes sectores de la sociedad se alejan de los universos simbólicos religiosos. En Blade Runner, la secularización del progreso social se manifiesta, ante todo, en la transferencia de religiosidad a realidades e instituciones profanas (Tyrell Corporation); es decir, la transferencia del sentido de la muerte y de la creación de la vida.

A partir del siglo XVIII, y sobre todo del XIX, las sociedades modernas localizaban en la razón y la ciencia, a través de una serie de teorías del progreso, la solución a los problemas del presente. Ejemplo de ello son Saint-Simón, Spencer y Marx, que transformaron la utopía religiosa del más allá en una utopía racional. Dentro de sus concepciones de la sociedad, no estaba previsto que las fuerzas materiales anónimas —innovación técnica, crecimiento demográfico y hambre— pudieran transformar por sí solas la sociedad. Al caso, entendían que el orden social era causa y no sólo efecto del propio avance técnico. Sin embargo, la historia ha demostrado que no sólo se podía, sino que produciría una «revolución sin revolución», es decir, un cambio radical socioestructural y cultural sin un cambio radical en sentido moral y político.

En Blade Runner, las nuevas tecnologías (ingeniería genética) describen el paso que ha habido de una sociedad apoyada en un flujo de innovaciones técnicas materiales (sociedad industrial) a otra
(sociedad de servicios) que reposa sobre el flujo de innovaciones técnicas abstractas (autonomía relativa o «vida propia»). Este último tipo de innovaciones es inseparable de la organización del aumento del saber sobre corporaciones especializadas en el incremento del conocimiento (Tyrell Corporation). Mas este saber no se puede considerar sabiduría, sino «tecnoconocimiento», que en Blade Runner desemboca en una tecnocracia. Esta sociedad gobernada por científicos, técnicos y expertos dista, sin embargo, de los planteamientos de Saint-Simón o Spencer arriba mencionados, por el surgimiento de una sociedad tecnocultural. Ortega y Gasset definía la cultura como «el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee; el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive, porque el hombre vive siempre desde unas ideas determinadas —convicciones efectivas a través de las cuales interpretamos la vida— que constituyen el repertorio donde se apoya su existencia».

La tecnocultura supone una redefinición, por virtud del medio tecnológico, de las disposiciones y características mentales, emocionales y morales del hombre; una obliteración y, en última instancia, creación esencialmente distinta de ese «sistema de ideas vivas». La cultura supone una relación dialéctica constante entre comunión, dominación e innovación. La tecnocultura supone una potenciación sin precedentes de la innovación, es decir, de la resolución constante de problemas mediante invenciones y soluciones nuevas pensadas de acuerdo a unas intenciones e intereses. Esto produce un desequilibrio en la relación dialéctica antes comentada. A modo de ejemplo, cabe considerar a Sebastian como el típico solitario que ha de fabricar a sus «amigos».

La sociedad de Blade Runner vive en un mundo tecnocultural; un mundo dominado, en términos orteguianos, por la «barbarie del especialismo» y el «terrorismo de laboratorios». Tras la exposición de una firme duda en el optimismo científico, Blade Runner va más allá al negar la creencia en la posibilidad y conveniencia de tecnificar todo problema vital mediante su solución experta o mecánica. La película es una tesis contra el optimismo tecnocrático, producto del cientificismo y la tecnocultura. Prueba de ello es la incapacidad que tiene la tecnología de resolver los problemas vitales de los seres que ha posibilitado crear, lo cual se nos muestra a lo largo de toda la película mediante la recurrencia constante a símbolos y, por extensión, a la mitología y religión. A través de Batty, en Blade Runner se expone la idea de que el sentido primario de la vida es biográfico, no biológico. A diferencia de la cultura, la tecnocultura es incapaz de propiciar un marco de respuestas a las necesidades imperiosas de lo mágico, lo sagrado, lo misterioso, lo bello o lo trascendente. Es incapaz de posibilitar la exploración de ese carácter de comunión entre los seres humanos propio de la cultura. Como producto de ello, la sociedad en Blade Runner es individualista y está atomizada. No obstante, Batty, siendo el producto de una sociedad tecnocultural, muestra lo absurdo de tal sociedad impeliendo a la memoria (sentido biográfico de la vida) y a la empatía (sentido social de la vida) en una sociedad que se ha vuelto un espejismo de sí misma.

El fin de la empatía y el Voight Kampf Test
El Voight Kampf Test (VKT) es utilizado por los Bladerunners para saber si un sujeto es realmente replicante mediante la medición del grado de empatía en las respuestas a preguntas ruborizantes (a menor empatía, menor ser humano). En la película, el VKT es realizado a Leon y Rachael por Holden y Deckard respectivamente. Este procedimiento técnico para medir la empatía es un ejemplo de las soluciones que ofrece una sociedad tecnocultural a los problemas sociales de índole mental. La empatía es la acción de ponerse en el lugar del otro y comprender sus sentimientos, ideas y acciones. El mero hecho, pues, de intentar comprenderla mediante el análisis físiológico de los ojos, no es sino una ironía de la superficialidad que brinda la tecnología en su observación del alma humana. Tanto es así, que en la penúltima escena del film, se nos indica que los humanos han perdido su capacidad para comprender y empatizar, mientras que los replicantes sí pueden hacerlo (son tan humanos como los humanos o más): Batty, a punto de morirse, salva a Deckard del precipicio porque es capaz de empatizar con una persona que, a punto de estrellarse, lucha por su vida. Es capaz, aunque esta persona quiera matarlo: ¿no es esto humano? o, mejor aún, en esta sociedad ¿quién es más humano?

Destellos sin reflejos, Genética y memoria


«Ashes and promises share a bond
Through the winds of change Words are blown away.»
Chuck Shuldiner[20]

Técnicamente, la memoria tiene una función en los replicantes. En palabras del propio Tyrell: el comercio es nuestro objetivo aquí, en la Tyrell. Y nuestro lema «Más humanos que los humanos». Rachael es un experimento, nada más. Empezamos a percibir en ellos extrañas obsesiones. Después de todo, son inexpertos emocionalmente. Con unos años para almacenar las experiencias que usted y yo damos por supuesto. Si les obsequiamos un pasado, creamos un apoyo para sus emociones y, consecuentemente, podemos controlarlos mejor.
La consideración de la memoria en los replicantes es, para la tecnología, un factor más de funcionamiento del sistema que han posibilitado crear. Una exposición clara de esta consideración se encuentra en los recuerdos de la infancia de Rachael. Recuerdos que el propio Deckard le cuenta a ella: ¿Recuerda cuando tenía seis años? Usted y su hermano se metieron en un edificio vacío por la ventana del sótano. Iban a jugar a médicos. Él le enseñó su sexo y, cuando le tocaba hacerlo a usted, se avergonzó y corrió. ¿Lo recuerda? ¿Nunca se lo ha contado a nadie? ¿A su madre, a Tyrell, a alguien? ¿Recuerda la araña que vivía en el arbusto junto a su ventana? Con el cuerpo naranja y las patas verdes. La vio tejer una tela durante todo el verano. Un día apareció un huevo en ella. El huevo eclosionó... y salieron cientos de crías de araña que se la comieron.
Como queda patente, la memoria sirve para dar un sentido al tiempo y proporcionar un espacio al que aferrarse ante los eventos de la vida, un factor de resistencia al cambio histórico; en este sentido, es importante la trascendencia de las fotografías como el apropiamiento de un espacio y un momento propio que se confronta al cambio del devenir histórico[21].
Los recuerdos de Rachael, psicológicamente, proporcionan el sentido de lo prohibido, de los vínculos familiares, del despertar a la sexualidad y del surgimiento y crueldad de la vida. Son los valores propios del aprendizaje en la infancia, valores que confieren a los humanos cierta inteligencia emocional y capacidad para establecer juicios éticos. Prueba de ello es el hecho de que Rachael llore al recordar y al comprender que es una replicante. Incluso Deckard tiene su piano cubierto de fotos en la necesidad de recordar que tiene un pasado y, de esta forma, mantener la ilusión de que la vida tiene un sentido, de la trascendencia de los valores que recuerda, de que él posee propiedad sobre algún momento de la vida, un momento propio en el espacio y el tiempo.

Ahora bien, los seres humanos han de prolongar su existencia de alguna forma. En la mitología griega, Mnemosyne (Memoria), además de ser la madre de las Musas, era la base de toda vida y creatividad. Su destrucción era el pasaje para la muerte. Batty sabe que lo único que puede perdurar de él es la memoria de sus actos. Por ello, en la penúltima escena de la película, cuenta a Deckard los recuerdos de sus actos mientras duró; hecho que constituye una forma de perpetuarse a través de Deckard. La pequeñez del ser humano, que acepta su destino, es grande compartida con el resto. Para ello no sirve una máquina que retenga los datos: «ellos seguirán vivos, pues estarán en la mente de los que viven».
Blade Runner, por cómo se nos plantea, es fácil de reconocer como una película oscura y poco esperanzadora respecto al futuro de nuestra sociedad, pero aun así, en la secuencia final, vemos que la opción de Deckard es, finalmente, fugarse junto a Rachael y buscar preservar los valores bajo los que él se creó, sin cuestionar de dónde provienen o quién los puso ahí, haciendo un acto de fe casi religiosa y consagrando la poca vida que le pueda quedar a proteger a Rachael por el amor que le profesa (cursi, pero cierto), reencontrándose con los valores más antiguos de la humanidad, quebrando el nihilista crepúsculo del final de la sociedad (Los Ángeles, 2019).



[1] CORTÁZAR, Julio, Rayuela. Edición Crítica, Fondo de Cultura Económica, 1992, p. 90.
[2] ROUSSEAU, Jean Jacques, La nueva Eloísa, citado por Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI, 1988, p. 4.
[3] SCHOPENHAUER, Arthur, El mundo como voluntad y representación, Porrúa, 1992.
[4] En la medida en que la rueda es una prolongación del pie, el ordenador lo es de nuestro sistema nervioso, que existe en virtud de la retroacción o circuitos de reacción. En Marshall McLuhan, Guerra y paz en la aldea global, Planeta-Agostini, 1985.
[5] «Rachael: "¿Crees que le hacemos bien a la gente?" Deckard: "Los replicantes son una máquina. Son un beneficio o una desgracia, si son buenos o malos no es mi problema"». Diálogo de Blade Runner, guión de Hampton Fancher y David People, basada en la novela Do Androids Dream of Electric Sheep?, de Philip K. Dick.
[6] En Entre el Cielo y el Infierno, Rata Blanca, BMG, 1994.
[7] Ver escena del primer encuentro entre Deckard y Gaff.
[8] WEBER, Max, El trabajo intelectual como profesión, Barcelona: Bruguera, 1983, p. 65.
[9] Palabras del detective a Deckard, después de la muerte de Batty.
[10] En el disco The Seventh Son of a Seventh Son, Iron Maiden, EMI Records, 1998.
[11] Ver secuencia inicial y el arribo de Deckard a Tyell Corp. como referencia de su reticencia para establecer relaciones con otros humanos, manifestando verdadero afecto solo por sus creaciones.
[12] Esto en alusión a una razón que resuelva tanto lo empírico como lo ontológico, en alusión a la idea de «Razon Pura» en Kant.
[13] Véase el clásico Frankenstein de Mary Shelley, en especial la idea de generar la vida sobre la base de un experimento racional, disputándole a Dios esta virtud.
[14] SABATER, Fernando, Revista STALKER, Editorial Gigamesh, 2003, p. 46.
[15] NIETZSCHE, Friedrich, La Voluntad de Poder, Buenos Aires: Edaf, 1999, pp. 31-32.
[16] La primera versión de Blade Runner, en 1982, recibió un cambio en la estructura del final, por la incertidumbre propuesta, por la secuencia de huida en los cortes del director, exacerbado por la canción «Blade Runner», compuesta por Vangelis para la versión original, todo esto con el fin de dar un carácter más comercial a la cinta.
[17] ALVATER y MAHNKOPF, Las limitaciones de la globalización, Siglo XXI, 1998, pp. 88 y 89.
[18] La alta pirámide, de acceso muy limitado, pero con una vista periférica de la sociedad, es una perfecta parodia de la distancia de la estructuración social respecto de la vida cotidiana, y la imagen faraónica podría sobre entenderse como la aceptación y naturalización de esta condición de enajenación, del devenir histórico de la sociedad.
[19] ORTEGA Y GASSET, La Rebelión de las Masas, Altaya, 1992, pp. 47-48.
[20] «Las cenizas y las promesas comparten un vínculo / Por medio de los vientos de cambio, / Las palabras son echadas a volar», del disco Symbolic, Virgin Records, 1999.
[21] De aquí el titulo del presente ensayo, pues la metáfora habla de luces que no poseen reflejo, un encandecer en el ahora sin trascendencia, sin origen ni dirección.