23 de septiembre de 2007

Ficción y juego: las potencias del ser

[Cristian Mancilla Mardel, abril del 2005]

El carácter ficticio del juego es algo, sin duda, cuestionable y discutible y debe ser, en consecuencia, debidamente fundamentado. Lo ficticio no está fuera de la realidad, sino que construye una realidad segunda o realidad otra con plena referencia hacia y dependencia desde aquella realidad de la cual procede. Al momento de jugar, no estamos llevando a cabo ninguna de las actividades necesarias para la vida, del mismo modo que cuando efectuamos los ritos religiosos, participamos en elecciones democráticas, escribimos o leemos poesía, etcétera. ¿Qué diferencia, pues, al juego del resto de las actividades netamente humanas? Analizando este conjunto de actividades desde una perspectiva estética, es decir, examinando lo bello —o la presencia de lo bello— en cada una de ellas, podemos distinguir lo óntico y lo ontológico al interior de estas «humanidades».

Arte: El arte se manifiesta siempre en un cuerpo físico —la obra—, el cual se caracteriza por contener en sí un algo fundamental, primero —es esencial.

Técnica: La técnica se manifiesta como habilidad o capacidad para hacer algo —la competencia—, la cual se caracteriza por su eficiencia en aquello que se hace —es útil.

Ciencia: La ciencia se manifiesta en la forma de hipótesis puestas a prueba —el conocimiento—, las cuales se caracterizan por tener métodos comunes de comprobación y de verificación —son objetivas.

Política: La política se manifiesta en la actuación pública de las personas —la libertad—, la cual se caracteriza por configurar la identidad de quienes actúan —es histórica.

Religión: La religión se manifiesta en ceremonias simbólicas y significantes —los rituales—, las cuales se caracterizan por remitir a hechos que constituyen la gloria de un pueblo o interesan a la humanidad entera —son míticas.

Moral: La moral se manifiesta como forma de percibir el mundo —la cosmovisión—, la cual se caracteriza por contar con valoración positiva —es correcta.

Juego: El juego se manifiesta en una circunstancia irreal inscrita en la realidad —la ficción—, la cual se caracteriza por transportar al hombre hacia un mundo otro —es distractiva.

En consecuencia, podemos decir que la obra artística es esencial, la competencia técnica es útil, el conocimiento científico es objetivo, la libertad política es histórica, el ritual religioso es mítico, la cosmovisión moral es correcta y la ficción lúdica es distractiva.

La única actividad humana que ubica siempre al hombre dentro de un marco ficticio es el juego: todas las demás pueden hacerlo, pero no lo realizan necesariamente. En este sentido, es considerable la oposición que recibiría esta tesis por parte de los teóricos literarios, quienes defienden irrenunciablamente el carácter ficticio de la literatura. Ante este seguro disentimiento, yo opongo el hecho que Homero, al momento de escribir sus rapsodias, no estaba creando ficción alguna, sino recogiendo la tradición histórica de su pueblo y los hechos reales que la configuraban. Además, quien experimenta una obra artística no debe comportarse distinto de sí mismo ni asumir una personalidad o focalización ajenas a las propias de él para entrar en comunión con esa obra[1] como sí debe hacerlo el que juega. Y si todos los juegos implican ficción, es preciso indicar cuál es el argumento fundamental sobre el que los más importantes juegos estructuran sus ficciones. Me refiero, pues, a la pugna de dos partes contrarias —pugna que no implica un conflicto real entre esas partes—, punto de partida para el fútbol, el tenis, el baloncesto, el ajedrez, las damas y el Pong. Esa es la piedra angular para las ficciones de estos —y muchos otros— juegos: algo que nos muestra, por lo demás, lo belicosa que es nuestra cultura.

El hecho que el juego sea ficticio nos abre a las potencias del ser. Cuando jugamos, podemos ser otro, tenemos el poder de ser, es decir, podemos «ser o no ser» a voluntad. El hombre ante el juego, entonces, tiene la posibilidad de escoger aquello que tanto ha deseado en algún momento preciso de la historia: no ser. No se trata de un simple dejar de ser —equivalente al morir—, sino de un no ser que nos aliena completamente del mundo «sido» y de la angustia existencial que aquejó al siglo XX. Pudiera decirse, en consecuencia, que la conciencia del juego ayuda a superar —de forma simbólica— la angustia existencial.

El juego, mundo ficticio, no sólo abre las puertas a estos aspectos psicológicos, sino que, al constituir una realidad otra, re-crea el mundo real —parcialmente, al menos— al interior de sí mismo, es decir, edifica una nueva realidad con total apego y referencia a la realidad desde la cual es hecho. Así, pues, el juego reproduce el mundo y al hombre en su interior y su imagen es concordante con la realidad. Al experimentar un juego, entonces, el jugador hace una transposición desde su propia realidad real hacia la ajena realidad otra del juego por intermedio del imaginario cultural del jugador y de los signos que aparecen en el juego. El juego, como todas las manifestaciones culturales, no es una pura expresión lúdica, sino que un hecho cultural al interior del cual predomina lo lúdico y en él se verifica más claramente que en cualquier otro la interdependencia de los sectores culturales, pues no puede haber juego sin arte, política, técnica, religión, moral y ciencia. Si efectivamente no existieran estas humanidades, ¿sobre qué base se fundamentaría la ficción lúdica? Es un hecho que, para constituir una ficción, primero debe haber una realidad sobre la cual esta ficción pueda nutrirse, levantarse y justificarse.

El juego, ficticio por excelencia, es pretensión y ensayo de algo que no es realmente, pero que podría ser —o será— así. Como ficción que es, el juego debe construir un mundo verosímil y coherente, para lo cual se vale de los elementos propios de la realidad, es decir, de lo aportado por los otros seis sectores culturales humanos. De esto se sigue que el juego incluirá —podrá incluir, más bien— matices religiosos, políticos, artísticos, técnicos, morales y científicos. Esta cualidad inclusiva de los otros sectores culturales, si bien resulta esencial para el juego, no es exclusiva de él. Todos los sectores culturales se influencian y se integran entre sí: ejemplos claros de esto son los gobiernos fundamentalistas islámicos (las teocracias, donde la política ha sido integrada a la religión), las dictaduras comunistas (donde todos los sectores son integrados a la política), la arquitectura gótica (en la cual arte y técnica se mezclan en similar proporción), etcétera. Podría afirmarse, de hecho, que no hay ninguna manifestación cultural que se restrinja sólo a uno de los sectores de la cultura, pues ella es unitaria y no plurimembre, aunque por supuesto percibimos diferencias y «grados» entre sus distintas expresiones.

La cultura surge del texto y la lingüística nos enseña muy sabiamente que no existe el texto «puro», en el sentido que ningún texto es sólo narración o argumentación o explicación, sino que todo texto es un compendio (en mayor o menor grado) de secuencias textuales. En un texto dado, pues, podemos encontrar secuencias conversacionales y descriptivas, pero con una primacía del carácter narrativo (como sucede en la mayoría de los cuentos y novelas). Y si la cultura surge del texto, también es natural creer que sus expresiones no serán «puras»: no serán sólo religión o sólo arte, sino que una reunión de ambos. En la manifestación cultural, también nos encontramos, pues, con «secuencias culturales» de entre las que primará una u otra o, tal vez, ninguna.

Pensando de este modo, no se facilita el trabajo de distinguir y definir cada uno de los sectores culturales, pero sí se simplifica la tarea de identificar y examinar los objetos culturales en relación con el o los sectores que los suscitan, pues ya no buscaremos el sector único y particular, sino todos aquellos que veamos expresados en el objeto de estudio.

En cuanto a qué es y qué no es ficticio, sirve pensar en los chistes, bromas y situaciones jocosas en general como risibles debido a su ausencia y potencia —censurable, casi siempre— de realidad. Los chistes —como muchos juegos— casi siempre constituyen ficciones parciales, es decir, su construcción no cubre toda ni la mayor parte de la realidad, sino que se enfoca en una situación o aspecto muy particular y deja el resto implícitamente idéntico a la realidad real: esto último es fundamental en los chistes, de modo que asegura la ridiculez de lo expuesto en ellos. Un juego no es necesariamente risible, puesto que las situaciones y aspectos manifestados en él no serían —siempre— censurables si ocurrieran realmente, lo que sí ocurre en el caso de chistes, bromas y situaciones jocosas.

El juego, en fin, es actual e indefectiblemente ficticio y distractivo, nos abre a las potencias del ser y reconstruye parcialmente nuestras realidades culturales, partiendo desde ellas mismas; nos hace ser otros, nos da el poder de «ser o no ser» y nos cohesiona culturalmente.



En cuanto a los actores —de teatro o cine—, es preciso indicar que ellos no experimentan la obra en cuya representación participan mientras no la ven desde fuera (como espectadores) y por completo. La representación teatral es como un juego donde la sesión está, en gran medida, prefigurada: hay un guión que prescribe el hacer de los actores y una convención que determina el comportamiento de los espectadores. Por otra parte, esta representación podría verse como una partida jugada desde las perspectivas de los actores y como una partida presenciada desde las perspectivas de los espectadores. Es útil, en este sentido, fijarnos en las relaciones etimológicas de las palabras juego y juglar (teniendo en cuenta al juglar del medioevo como actor): ambas se relacionan con iocus (chiste, broma, burla) y iocularis (gracioso, chistoso), respectivamente.