[Marco Antonio García, septiembre del 2005]
Desde Descartes a Schopenhauer, nos hemos visto sometidos a una exhaustiva divagación en torno a lo real, a cómo denotar la existencia de la realidad, cómo medirla, cómo ser conscientes de ser en verdad parte de ésta.
El ejercicio filosófico que nos lega Descartes, en este sentido, es el de la duda permanente, la duda como única certeza de lo que conocemos o podríamos llegar a conocer. El problema de este cuestionamiento es la propensión a caer en una inmovilidad tautológica de la duda en sí misma; por esto, para poder seguir con nuestra reflexión presente sobre lo real, deberemos desviar la mirada desde esta duda hacia los factores que interfieren o condicionan la conducción de nuestro destino.
Ahora, lo real no pasa por la preocupación cartesiana de la veracidad para denotarlo, sino por la capacidad propia para poder determinar nuestro destino en torno al lugar que habitemos en el mundo; de aquí que sea poco importante si lo real es empíricamente denotable, lo que significa plantear la realidad sin más límites que la propia capacidad de ésta misma para afectar nuestras vidas.
Sobre esta premisa, el espacio simbólico es completamente habitable, pues si por habitar vamos a entender el estar en la espacialidad —espacialidad entendida como el universo de cosas que nos afectan y no de cosas que físicamente nos afectan—, el universo simbólico viene a ser un espacio más, bajo el cual se experiencia la vida y que, en el momento en el que el lenguaje se genera, viene a ser el prisma bajo el cual entendemos la realidad, por lo que cobra una fuerza y un protagonismo único en la construcción de lo que entendemos por real.
Schopenhauer nos señala que el mundo es la representación que nosotros generamos de éste, o sea que el mundo no es más que una artificialización lingüística de lo que nosotros percibimos y, en la actualidad, no debería sorprendernos que esas artificialidades generen nuevos espacios y temporalidades fuera de la concepción empírica tradicional que tenemos de éstos.
El videojuego responde ampliamente a esta lógica de artificialización, demostrándonos otras formas de habitar otros espacios con otras temporalidades —las cuales tal vez no radicalmente autónomas, pues no podemos dejar de comer o dormir para mantenernos jugando, ciertamente son discordes con los tiempos y espacios hegemónicos, como los del del trabajo o el de nuestras limitaciones biológicas—. Ejemplo de esto es el de variados juegos on-line como Final Fantazy X-2 o Ultima 7, donde los jugadores se ven afectados por ciclos temporales diferidos, como cambios climáticos o husos horarios propios. Esto, que puede ser tomado de forma caricaturesca, no es menor, pues denota la construcción de un espacio paralelo con temporalidad propia e independiente y que, aunque no es hegemónico, abstrae por periodos de tiempo prolongados a los jugadores.
Dentro del debate modernidad-postmodernidad, la aseveración más aceptada es la comprensión de ésta última como un cambio de la concepción espacio-temporal por el acelerado proceso de integración de espacios, no solo físicos, sino simbólicos fuertemente artificializados. Supuestamente, este cambio en la percepción de nuestra sociedad debería conllevar la creación de una nueva espacialidad y temporalidad hegemónicas, las cuales nos faculten un paradigma de la comprensión de nuestra realidad, pero en la descomposición estructural que significa este cambio de temporalidad, ninguna se yergue como hegemónica; muy por el contrario, pareciera que todas tienen cabida y coherencia.
Transfórmase, entonces, el videojuego en un nuevo espacio que expresa, dentro de su conformación, la construcción de un habitar propio dado por la propia capacidad de los juegos para crear sus representaciones personales; no personajes ficticios, pues éstos representan los intereses reales de los jugadores y no son proyecciones o simulaciones: son manifestaciones experienciales de formas de habitar nuevas espacialidades.
Este nuevo mundo en construcción no está exento de lógicas de dominación y alienación, pues la adscripción a estos juegos en sí misma denota una relación comercial, o sea, la venta de la libertad para habitar un espacio limitado y censurado por quienes lo crean. Ahora bien, en este espacio existe implícitamente una veta revolucionaria, pues en esta nueva espacialidad agotable la transacción comercial es posible gracias a la escasez de un producto: si no, ¿qué sentido tiene? Y aunque el derecho de propiedad ya está siendo modificado para poder generar esta escasez, en la práctica nadie podría limitar la del espacio simbólico, pues no obedece a las leyes físicas bajo las cuales se funda la economía convencional y ya hay varias opciones de estos videojuegos, con códigos de fuentes abiertas, donde cualquiera puede modificar y crear sus escenarios propios a libre disposición de los usuarios.
Por lo cual, cerrando el presente ensayo, podemos denotar que, si la realidad se compone de todos los factores que nos influencian al decidir el devenir de nuestra existencia, los videojuegos forman parte clara para el nuevo sujeto, que no se ve limitado a habitar en la espacialidad física tradicional y que lucha en la construcción de la nueva realidad sin los obsoletos límites de la modernidad.