El código en la constitución del ciberespacio
Se podría señalar que, en la historia de la humanidad, el cómo se habita el espacio es una de las pautas bajo las cuales se puede regular la acción humana, siendo la arquitectura la representación tangible mas importante de este hecho.
En Internet, el código, vendría a ser la pauta bajo la cual se construye y se norma el cómo habitar en este nuevo espacio, llamado ciberespacio, y por consecuencia el regulador de este espacio, transformándose en la arquitectura del ciberespacio.
Lo que ahora me interesa destacar es que, como ha explicado Lawrence Lessig en su libro, el conjunto de estándares y protocolos, el software básico de Internet es lo que constituye el ciberespacio, o sea, la arquitectura de éste y el control en la construcción de ésta y los objetivos bajo los cuales este espacio se construya va a depender de quién se apropie el desarrollo de la arquitectura del ciberespacio.
La característica de las interacciones en el ciberespacio es que se realizan con la mediación del código. Más aún, el código hace posibles esas interacciones. Por eso dice Lessig que "el código constituye el ciberespacio'', que es la constitución del ciberespacio. Porque, al tiempo que el código hace posibles esas interacciones, establece cómo deben desarrollarse en la práctica, crea límites y posibilidades, establece condiciones y determina la forma en que se desarrollan las interacciones entre los internautas. Es decir, establece cómo los internautas deben interactuar entre sí.
A partir de aquí, se abre una gran cantidad de interesantes cuestiones sobre las libertades de los internautas y sus derechos, sobre las restricciones y las posibilidades incorporadas en el código, cómo se protegen los derechos y los privilegios, sobre quién regula el ciberespacio y cómo lo hace, sobre cómo se ejerce el control en la red, etc.
La dinámica reconstructiva de Internet
Implícita en la concepción de Lessig sobre la regulación está la tesis de que Internet no tiene una esencia o naturaleza inmutable. La red puede cambiar tanto como cambia el código que la constituye. De hecho, la red está cambiando. A nadie se le escapa que la Internet de hoy tiene importantes diferencias con la de los pioneros.
Ésta es una tesis que polemiza, de hecho, con la afirmación ciberlibertaria sobre la naturaleza inherentemente libre de Internet y sobre la imposibilidad de censurarla e, incluso, de regularla. La apoteosis de esta concepción ha estado bien representada por la conocida Declaración de Independencia del Ciberespacio, en la cual se expone una ficticia percepción democrática a priori, del ciberespacio, pero el carácter simbólico de Internet desliga el control de ésta de algún medio tangible, restringido por la expansión de una espacialidad preexistente, motivando al usuario a la generación de una batería cultural propia, basada en la generación de estos códigos para apropiarse de estos espacios, transformando al ciberespacio, como una nueva concepción espacial, en disputa, donde los códigos de programación son el lenguaje que nos lo describen y nos facultan a habitarlo, como alguna vez fueron los mapas o las cartas astrales.
Los problemas de la regulación por el código
Internet está cambiando ante nuestros propios ojos. Está en marcha un acelerado proceso de comercialización de la red. Pero debemos mirar más allá de la superficie.
En los primeros tiempos de Internet, el código de la red era básicamente libre y estaba desarrollado por programadores individuales, inscritos o no en instituciones académicas o, incluso, en laboratorios de empresas comerciales. Entonces, el código fuente de los programas de software era, en su mayoría, abierto. Todo el mundo podía examinarlo y, además, realizar aportaciones y modificaciones al mismo.
Sin embargo, a partir de los años '90, se ha venido produciendo un cambio de gran trascendencia: el código de muchas aplicaciones de Internet comienza a ser desarrollado por compañías comerciales como Microsoft y otras. Los estándares y protocolos de la red y del intercambio de información en ella, que habían sido básicamente abiertos y libres, comienzan a ser "propietarios'', es decir, cerrados o secretos y privados, propiedad intelectual de compañías privadas.
Esto ha tenido dos consecuencias principales:
- El gobierno puede utilizar más fácilmente el código cerrado y privado para sus propios fines reguladores, estableciéndose un cierre de la esfera publica por la élite política central en desmedro del control de las bases y mediar con esta propiedad, al igual que cualquier otra propiedad tradicional.
- Al ser el código cerrado y estar protegido por las leyes de la propiedad intelectual, resulta muy difícil someterlo a escrutinio público.
Debemos detenernos un instante en este último punto, porque su importancia es trascendental. Tenemos, pues, un "regulador'' de la conducta social que no puede ser sometido a crítica y comentarios públicos, no puede ser públicamente debatido, lo cual es, en sí mismo, algo que cuestiona nuestros principios sobre la regulación de nuestras sociedades. La tradición liberal y democrática ha considerado como una conquista civilizadora irrenunciable el sometimiento a crítica y debate públicos de toda norma reguladora sobre la conducta de los ciudadanos. Una ley que fuera promulgada sin un proceso público de deliberación no pasaría la prueba de la legitimidad democrática. Pues el código, en la medida que sea un lenguaje único, se institucionaliza, o sea, si se vuelve la "ley'' del ciberespacio —una afirmación que deberíamos matizar—, no debería escapar a una cierta forma de deliberación y legitimación pública. Toda regulación de la conducta de los ciudadanos debe estar sujeta a dos principios: transparencia y escrutinio público; y si el código mismo pertenece a la base misma de la sociedad que lo aplica, lo reinterpreta y modifica, esta ley trascendería a transformarse en una esfera coercitiva de la propia construcción cultural, tras la cual existen mecánicas de dominación y explotación mucho mas trascendentes, pues el código que genera el ciberespacio no solo es un reflejo de integración cultural o lingüística, sino también una regeneración de potenciales medios de producción, por lo que la deliberación en torno a la construcción del ciberespacio no es gratuita ni desinteresada.
El código y los valores
Lessig expone en su libro varios ejemplos que muestran cómo una determinada arquitectura informática incorpora ciertos valores. Una arquitectura puede favorecer ciertas libertades o restringirlas, puede favorecer el anonimato o impedirlo, puede permitir cierto tipo de controles por parte de niveles jerárquicos superiores en la estructura de la red o dificultarlos, etc. En este sentido, es evidente que la tecnología no es neutral en valores.Si el código es el regulador más importante de Internet y si, además, incorpora valores que determinan las interacciones sociales a través de dicho código, en la construcción de los sitios que componen el espacio web, donde en la actualidad prima una dimensión valórica banalizada de imperativo economicista, pero que está en disputa con la propia capacidad ciudadana para irrumpir en este espacio, donde ésta lucha por ser quie decida bajo qué valores quiere que se regule nuestra conducta social. Con otras palabras, los ciudadanos deberíamos tener algún tipo de poder para determinar qué valores deben ser incorporados por la arquitectura del ciberespacio, que es tanto como decir qué tipo de sociedad queremos construir en la era de la información.
De aquí la importancia del software libre como una experiencia de una constitución del ciberespacio transparente, sometida al escrutinio público y no controlada por grandes compañías comerciales privadas.
Cualquier ciudadano puede acceder libremente al código fuente del software libre, examinarlo, modificarlo, copiarlo y distribuirlo libremente, siempre y cuando lo haga sin alterar ninguna de estas libertades. Se trata de un conjunto de libertades individuales que permiten el control ciudadano de la tecnología informática. Permiten un debate abierto y público sobre los valores que incorporan los estándares y protocolos de software. Permite, en cierta forma, el autogobierno.
El software libre como un espacio de libertad
El software libre es un tipo de software que da libertad a sus usuarios. No sólo libertad para ejecutarlo y utilizarlo, sino también para muchas otras cosas: libertad para hacer copias, para distribuirlo y para estudiarlo (lo que implica tener siempre acceso al código fuente). Además, cualquier usuario puede mejorar el software libre y puede hacer públicas estas mejoras (con el código fuente correspondiente), de tal manera que todo el mundo pueda beneficiarse de ello, con el objetivo de generar un vinculo de construcción solidaria de conocimiento colectivo.
Actualmente existen empresas que producen y venden software propietario (contrapuesto al libre); de hecho, es este tipo de software el que utilizan la mayoría de usuarios hoy en día. El software propietario está sujeto a diversas limitaciones; de entrada, normalmente hay que pagar su licencia, se está sujeto a las posibles limitaciones técnicas de estos programas y a las que su licencia impone, con las consiguientes posibles incompatibilidades entre programas elaborados por empresas diferentes que trabajan con código cerrado; así, pues, se está en cierta medida atado a la empresa que lo fabrica (por ejemplo, para traducirlo, para las actualizaciones, para complementos, etc.).
El software libre, en cambio, no está sujeto a estas limitaciones de mejora, ya que su licencia permite de manera explícita que cualquier usuario añada las mejoras (o adaptaciones) que quiera y con total libertad. Está disponible en forma de código fuente y, por lo tanto, todo el mundo puede acceder a él y lo puede utilizar como quiera. Éste es el espíritu del software libre: que todo el mundo pueda contribuir a mejorarlo sin tener que pagar ni pedir permiso a nadie y que las mejoras se pongan a disposición de todo el mundo.
Con el advenimiento de Internet, el software libre se ha consolidado como alternativa, técnicamente viable y económicamente sostenible, al software de propiedad. Contrariamente a lo que a menudo se piensa, grandes empresas informáticas como AOL, IBM, Sun y Apple ofrecen apoyo financiero y comercial al software libre. Por ejemplo, hoy en día IBM facilita el uso de GNU/Linux en sus mainframes (grandes ordenadores) y las nuevas versiones del sistema operativo de los ordenadores Apple (MacOS X) están basadas en software libre (FreeBSD).
El software libre no excluye necesariamente el uso de software de propiedad (uno puede continuar usándolo si lo desea); al contrario, puede integrarse a él o bien complementarlo. Y, por su puesto, puede reemplazarlo efectivamente.
Entre el software propietario más popular, podemos encontrar conocidos programas que utilizan la mayoría de usuarios hoy en día, desde el Microsoft Office o el Microsoft Windows hasta el Acrobat Reader o el Internet Explorer.
El software libre y la propiedad intelectual
Richard Stallman ha sido el primer y principal promotor del software libre, creador del sistema operativo GNU/Linux y fundador de la “Free Software Foundation”. Ésta ha sido la primera organización que se ha ocupado de los temas públicos de la propiedad intelectual. Tiene fama de purista, intransigente y extremista. Aunque hay algunas expresiones y actitudes suyas que encajan en esas calificaciones, yo creo que en general son críticas injustas. Su pensamiento es sólido, sus críticas son acertadas y sus propuestas no son en absoluto extremistas. Su insistencia en la necesidad de adoptar una postura ética ante el tema de la propiedad intelectual desconcierta e incomoda a muchos, pero es consistente. Si para algunos —para la mayoría— el robo es algo inmoral, para Stallman, la propiedad intelectual es también algo inmoral. En su opinión, roba a los ciudadanos libertades que le pertenecen. Él critica, acertadamente en mi opinión, que los derechos de autor sean considerados poco menos que unos derechos naturales, pero considera que la libertad de copiar es algo natural en la persona humana. Sin embargo, las libertades son también, como los derechos, una construcción social.
Stallman se ha ocupado, casi en exclusiva, de la propiedad intelectual del software. Pero sus reflexiones sirven, muchas veces, para otros ámbitos. Stallman parte de la concepción de los derechos de autor incorporada en la Constitución de Estados Unidos. No cree que exista un derecho natural o intrínseco a la propiedad de las obras intelectuales. Explica cómo los derechos de autor, tal como están codificados en los textos legales, son una construcción social, un producto o acuerdo social acerca de la mejor forma para promover la cultura en beneficio de la sociedad en general. Con otras palabras, son un medio para alcanzar un bien público. Sostiene Stallman que la actual institución de los derechos de autor ha tenido sentido durante la época de la imprenta, por las razones que ya hemos apuntado en este texto. En particular, considera que en toda negociación alguien cede algo a cambio de un beneficio. En la "negociación" histórica de los derechos de autor, los ciudadanos cedieron su libertad de copiar a cambio de que los autores pusieran sus creaciones disponibles al público. Stallman considera que éste fue un buen trato, porque los ciudadanos cedieron una libertad que, en aquella época, no podían ejercer. Los lectores de libros no podían hacer copias de libros fácilmente.
Pero ahora la situación ha cambiado y la sociedad puede querer renegociar el acuerdo. De hecho, en la práctica, está diciendo que quiere renegociar el acuerdo. La mayor parte de la gente hace copias "ilegales" de contenidos si puede hacerlo y, además, no considera que esté haciendo algo inmoral. Regular los derechos de copia en la actualidad, tal y como están codificados, supondría interferir severamente en las libertades de los individuos, a diferencia de lo que sucedía en la era de la imprenta, en la que solo se regulaban las libertades de los industriales y de los autores.
Stallman considera que las personas deben tener derecho a usar, copiar y distribuir software libremente, porque eso es bueno para todos, beneficia a la sociedad en general. No solo extiende el uso de software, sino que extiende, también, el espíritu de cooperación que toda sociedad necesita. Pero, en contra de lo que muchos piensan, Stallman no está en favor de abolir los derechos de autor en todos los ámbitos.
Varias sentencias judiciales de Estados Unidos han considerado que el software es una "obra literaria" y, como tal, puede estar sujeta a regulación de copyright. Uno puede preguntarse qué hay de literario en el código fuente y en el código objeto de un programa de software, algo que le pueda comparar a un poema de Bertolt Brecht, a un drama de Shakespeare, a una novela de Kafka o a un artículo de cualquier periodista. Todas estas obras literarias pueden cumplir varias funciones, siendo las más destacadas la información y el goce estético. Pero el código fuente y el código objeto de un programa informático no contienen información —como no sea para los propios programadores— ni procuran un goce estético.
En un famoso discurso pronunciado en octubre de 1986 en el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo, Stallman se hace eco de la analogía entre el software y las matemáticas y recuerda que nadie puede poseer una fórmula matemática. Pero al creador del software libre le parece mejor comparar el software con las recetas culinarias. Ambos son instrucciones para hacer una tarea. Las diferencias radican en que una receta es ejecutada por una persona, mientras que un programa de software es ejecutado por una máquina. Nadie puede tener derechos de propiedad intelectual sobre una receta culinaria.
En ese mismo discurso, Stallman propuso a su audiencia que imaginaran un bocadillo que cualquiera pudiera comer y, no obstante, nunca acabaría de consumirse. Tú podrías comer ese bocadillo, pero también podría hacerlo otra persona y otra y otra más y el bocadillo siempre sería el mismo, no se consumiría ni perdería sus cualidades nutritivas. Pues bien, lo mejor que podríamos hacer con ese bocadillo sería llevarlo por todos los rincones del mundo donde hubiera personas hambrientas; llevarlo a tantas bocas como fuera posible, de forma que alimentara al mayor número de personas posible. No deberíamos ponerle un precio, porque entonces la gente no podría comerlo y el bocadillo se derrocharía.
El software, según Stallman, es como este mágico bocadillo, pero mejor; porque puede estar en muchos lugares a la vez, utilizado por diferentes personas a la vez. Es como si el bocadillo estuviera alimentando a todo el mundo en cualquier parte, al mismo tiempo y para siempre. ¿Qué pensaríamos si alguien repentinamentre dijera que eso es ilegal o inmoral porque solo él puede decidir qué se puede hacer con el bocadillo mágico?
Aquí Stallman ha hecho aquí un presupuesto fuertemente criticado y ridiculizado, aunque de verdadera importancia revolucionaria, ha adoptado el punto de vista, no de un propietario individual, sino de la humanidad en su conjunto, un experimento verdaderamente posible de una propiedad social en el ámbito global.
El software es una herramienta para la ejecución de una tarea. No es una obra literaria. No ofrece información al público ni tampoco le procura un goce estético. Stallman cree que el software no debería tener propietarios, cree que debería ser libre. Más en concreto, cree que el software debería poder ser utilizado con cuatro libertades básicas:
- libertad para copiar el programa y darlo a tus amigos.
- libertad para modificar el programa como desees, para adaptarlo mejor a tus necesidades. Para que esta libertad sea efectiva, el usuario debe tener acceso al código fuente, porque modificar el programa sin disponer del código fuente es algo extremadamente difícil.
- libertad para redistribuir copias, tanto gratis como por un precio.
- libertad para distribuir versiones modificadas del programa, de tal manera que cualquier persona pueda beneficiarse de las mejoras.
Con el fin de garantizar y preservar estas libertades, Stallman ideó el sistema de copyleft. El copyleft usa la ley de copyright, pero le da la vuelta para que sirva a un fin justamente contrario al original. En lugar de ser un medio de privatizar el software, el copyleft se transforma en un medio de mantener libre el software. La idea central del copyleft es que se otorga a todo el mundo libertad para usar, copiar, modificar y distribuir el programa y versiones modificadas del mismo, pero no se le da permiso para introducir restricciones propias. Quien quiera distribuir un programa con copyleft debe hacerlo bajo las condiciones estipuladas en la licencia de copyleft, así el software seguirá siendo libre.
Pero Stallman reconoce que no todos los productos intelectuales tienen las mismas características que el software. Señala que las situaciones en las que nos podemos encontrar son muy distintas. En un extremo, tenemos la venta comercial de copias (de cualquier producto intelectual); en el otro extremo, tenemos las copias hechas en privado. En medio, hay una multitud de situaciones diferentes: las emisiones de radio y televisión, la publicación en un sitio web, la distribución de copias en el seno de una organización o corporación, etc. Stallman sugiere que distingamos entre actividades que son más privadas, más cruciales para nuestras libertades individuales, y aquellas otras actividades que son más públicas y comerciales. Y sugiere que son estas últimas las más adecuadas para proporcionar algún tipo de ingreso o remuneración a los autores. Las actividades más privadas quedarían libres de restricciones.
Pero la distinción entre lo público y lo privado no siempre es nítida y muchas veces solo podemos distinguir un continuum confuso. Con el fin de ayudar a establecer esa línea divisoria, Stallman propone distinguir tres tipos de trabajo intelectual, pudiendo cada uno de los cuales buscar su propia línea divisoria. Esa categorización diferencia entre trabajos funcionales, trabajos que expresan una posición personal y trabajos fundamentalmente estéticos.
Son trabajos funcionales las recetas culinarias, el software informático, los libros de texto, los diccionarios y otras obras de consulta, todo lo que se usa para hacer bien una tarea. Para los trabajos funcionales, la gente necesita una libertad muy amplia, incluyendo la libertad de publicar versiones modificadas. Lógicamente, esto debe incluir la exigencia de las acreditaciones de los autores y editores originales. Si alguien tiene una mejora que proponer en un diccionario, un libro de texto, un manual de instrucciones, una receta culinaria o un programa informático, debería tener libertad para hacer la modificación y publicar su versión mejorada —de forma gratuita o con precio—, dejando claro siempre quiénes son los autores y editores originales y de cada parte modificada. Es así como se están distribuyendo, por ejemplo, los manuales y la documentación del software de GNU.
Los trabajos que expresan una posición personal expresan experiencias u opiniones personales. Son de este tipo los ensayos (literarios, filosóficos, científicos, etc.), las ofertas comerciales, las memorias, las reseñas y comentarios de libros, películas o restaurantes, etc. En fin, todo aquello que dice lo que uno piensa o quiere o desea. Hacer copias modificadas de estos trabajos carece de sentido moral y de utilidad. No hay razón para que la gente deba tener libertad para publicar versiones modificadas de estos tipos de trabajos. En este caso, podemos considerar la idea de que la libertad de distribuir copias solo debe aplicarse en algunas situaciones; por ejemplo, limitadas a la distribución no comercial.
Por último, los trabajos estéticos tienen como valor de uso principal proporcionar un goce estético, lo que los hace ser apreciados. Son las novelas, las obras de teatro, los poemas, las pinturas, la música, el cine, etc. No son funcionales y, por tanto, la gente no tiene necesidad de modificarlos y mejorarlos. Pero su distribución podría regularse siguiendo el ejemplo de la música: se permiten los arreglos y la reproducción de una canción, pero hay que pagar por hacerlo, aunque no es necesario pedir permiso. Quizás las publicaciones comerciales de estos trabajos sean modificadas o no; si van a ganar dinero con ello, podrían tener que pagar alguna tasa. Pero Stallman no se atreve a proporcionar detalles al respecto.
Por último, junto a estas propuestas generales, Stallman apoya firmemente la reducción de la duración de los derechos de autor. No es de recibo que estos derechos duren toda la vida del autor y 50 ó 70 años más. La mayoría de los libros que se publican dejan de distribuirse al cabo de unos pocos años. No hay razón para que los derechos de autor se extiendan por más tiempo. Diez años serían suficientes. Tal vez el copyright de las películas deba durar más: unos 20 años, por ejemplo. Para el software, tres años sería un plazo adecuado: en ese tiempo es normal que se haya publicado una nueva versión. Mientras el software no sea libre, éste sería un compromiso aceptable para Stallman. Sería conveniente, no obstante, que existiera una ley que obligara a depositar el código fuente de todo programa de software en alguna institución o entidad que hiciera de registro, de forma que, al cabo de esos tres años, el código sería hecho público.
Aunque Stallman limita la experiencia del software libre únicamente al ciberespacio, siendo mucho más cauto en la preservación de las otras esferas del mercado, es categórico al señalar los limites inagotables de la propiedad simbólica, la cual está intentando ser coartada por la regeneración jurídica de los derechos de propiedad; lo interesante es que esta lucha está fuera de los márgenes de los modelos de dominación da las estructuras jurídicas convencionales, transformándose el control y la distribución de esta nueva propiedad en un problema por el dominio de un nuevo espacio en construcción, del cual las nuevas variables de control dependen de la ingerencia en la construcción de códigos abiertos, donde la lucha por la articulación de este espacio es abierta y no tan desventajosa como las anteriores por los espacios de producción, pues, al igual que los espacios democráticos, los mecanismos de control están en construcción.
El fin de la propiedad intelectual
El fin de la propiedad intelectual es el efecto central del open source (códigos de programación abiertos) y de los software libres, que golpea directamente con toda la concepción moderna del arte y, en general, de las actitudes creativas. Si muchas personas trabajan en el desarrollo de un producto sobre el supuesto de que todas lo hacen en igualdad de condiciones y régimen comunitario, ¿a quién pertenece el producto final?
Más aún. ¿Y si aplicamos esta filosofía no sólo a la escritura de software, sino también, por ejemplo, a la escritura de novelas? ¿Se siente alguien capaz de mejorar Cien años de soledad? ¿No? ¿Y de modificarla por el simple gusto de hacerlo?
La propiedad intelectual ha sufrido cambios desde que las tecnologías digitales hicieron su aparición. La democratización tecnológica nos abre camino a un universo de delitos privados que todos practicamos con mayor o menor ahínco. Desde las vulgares copias de compact-discs hasta el almacenamiento de impúdicas fotografías obtenidas a través de Internet, el común de los mortales se ha lanzado al sano ejercicio de violar los derechos de otros. El problema tiene difícil solución. No se puede perseguir a todo el mundo ni pretender que todos acabemos en la cárcel. Incluso las grandes empresas de televisión digital andan enfrascadas en arduas e infructuosas luchas contra la descodificación ilegal de sus señales. Porque, aunque la ley reconoce que quien emite las ondas es su propietario, bien es cierto que lo que hay dentro de mi casa es mío y hago con ello lo que me place. Y si alguien quiere comprobar si dentro de mi hogar delinco con el mando a distancia, que traiga, por favor, una orden del juez.
Pero tuvo que llegar 1999 para que el asunto de la violación de los derechos de los autores fuese tomado en serio. Hubo de aparecer un software llamado Napster que, de la noche a la mañana, revolucionó toda una manera tradicional de entender las relaciones autor/consumidor. Por primera vez en la historia de la distribución de obras creativas, el consumidor asumía el control y decidía hacer lo que le placiese sin que el autor ni los estamentos asociados a él pudieran hacer nada por evitarlo.
Napster era un software que permitía el intercambio indiscriminado de ficheros informáticos que, a su vez, contenían ese bien tan preciado y costoso que es la música. Según las compañías discográficas, que viven, como es sabido, de vender a precio de oro copias y copias de un producto inicial que apenas les cuesta nada, Napster violaba todos y cada uno de los derechos que le asisten al autor. Muchos músicos, viendo peligrar sus cuentas corrientes, se sumaron a la idea. Pero no había demasiado que hacer: se había sembrado la semilla para que la propiedad intelectual no volviese a ser jamás lo que había sido. Porque, hay que decirlo, el problema real de Napster es que tuvo más usuarios utilizando sus servicios que habitantes muchos países del planeta. Éste es, y no otro, el verdadero problema. Cuando millones de personas hacen al mismo tiempo algo que, circunstancialmente, va contra los intereses económicos de unos pocos, éstos últimos ya pueden montar en cólera todo lo que quieran. El fenómeno perdurará y será la ley la que habrá de reajustarse. Y ellos, los de los intereses económicos, también. Por la cuenta que les trae.
Las tecnologías digitales ofrecen un sinfín de mejoras a las tecnologías tradicionales. Basta disfrutar de la experiencia de enviar un mensaje de correo electrónico para darse cuenta de ello. Pero a todas sus bondades, llamémosles obvias, hay que sumarle una no menos interesante: permiten sucesivas, múltiples y ramificadas modificaciones de un producto original. Esto que digo puede sonar evidente para los usuarios habituales de las nuevas tecnologías, pero no estará de más recordarlo para los que no las frecuentan tanto como quisieran. Un libro publicado en formato impreso tiene un coste de producción que crece proporcionalmente al número de unidades que de él se editen. Un libro publicado en formato digital y distribuido en Internet tiene siempre el mismo coste independientemente del número de ejemplares que de él se distribuyan y dicho coste, además, será siempre cercano a cero.
Si bien es cierto que quienes son autores de obra creativa distribuida a través del medio digital —y estamos hablando de todas las disciplinas literarias, de muchas de las plásticas, de las musicales y, poco a poco, también de las cinematográficas— se cuidan mucho de defender sus derechos por medio de la utilización de medios tan dispares como son la criptografía o la ley, no es menos cierto que todo lo transmisible digitalmente es susceptible de ser intervenido. Ya, a día de hoy, los legisladores de los países más avanzados en la materia se encuentran sumidos en un debate para dilucidar cuál ha de ser la ley que a todos contente cuando se trata de distribuir digitalmente.
Este hecho trae sin cuidado a la comunidad de usuarios de estas tecnologías. No hubo un solo usuario de Napster preocupado por la presunta maldad de su proceder y, a buen seguro, todos ellos durmieron como benditos por las noches mientras el software estuvo activo. Nadie de los que coleccionan imágenes, textos, música o vídeos obtenidos a través de Internet se preocupa en lo más mínimo de los derechos presuntamente violados al autor que generó el original. Es más, en muchos casos, la autoría de estas obras se ha diluido en las muchas distribuciones de la misma.
Llegado este punto, es difícil seguir sosteniendo métodos y maneras de creación y distribución al uso tradicional. La revolución está hecha y las filosofías futuras establecidas. Ahora es el momento de explicar las bondades de esta nueva era. Y de que el autor se adapte a ella.
Si atendemos a los parámetros que configuran la filosofía open source, el objetivo final al que todo se supedita es la obtención de la máxima calidad, manteniendo el máximo grado de desarrollo. La cultura, ese ente abstracto que uno tiene la tentación de escribir con mayúscula, de igual forma ha de tener un único fin: desarrollarse siempre al máximo para prestar, así, el mejor de los servicios a la sociedad. ¿Por qué hemos de conformarnos con medias tintas si podemos abarcarlo todo?
Dando por bueno este razonamiento, encontramos que el autor, cuando defiende el derecho al reconocimiento sobre su obra, lastra el desarrollo de la cultura, pues impide a ésta desarrollarse en su máxima capacidad. Legítimo es su derecho e ilegítima la obsesión de otros por violárselo, pero la cultura se desarrollará en toda su amplitud solo si este último proceso se da de forma fehaciente.
Por ello, ha de surgir también para las disciplinas artísticas una cultura open source que trabaje exclusivamente al servicio de la cultura y no de los autores ni, mucho menos, de toda la pléyade de intermediarios que traban con decisión los procesos creativos. Este proceso, por continuar con la nominación que estamos utilizando y reconocerse deudor de su predecesor informático, se puede llamar cultura abierta.
Cultura abierta
A partir de este momento, y haciendo buenos los fundamentos que nos ocupan, vamos a beber directamente de la cultura open source (referente a los codigos de producción abiertos) y de sus tesis para tratar de trasladarla a la cultura artística. Se trata, ahora, de establecer los puntos básicos a partir de los cuales se han de desarrollar procesos creativos que impulsen con fuerza la cultura como meta final.
Cultura abierta significa tratar por todos los medios a nuestro alcance de establecer procesos culturales cuyo principal objetivo sea evolucionarse a sí mismos y, si se diera el caso, concluirse en el menor tiempo posible y obteniendo el mejor de los resultados alcanzables. Utilizar todos los medios a nuestro alcance supone, de una manera clara, renunciar a muchos de los derechos que a los autores les asisten de manera tradicional. Principalmente, y de manera genérica, el derecho a la reproducción y distribución de las obras propias y el derecho a la modificación de la obra original. Éste último, llevado a las últimas consecuencias, supone una renuncia, incluso, a la propia autoría de la obra de arte.
Si entendemos que el fin de la cultura abierta es desarrollar la mejor de las culturas, tampoco hemos de perder de vista el hecho de que esta filosofía redunda en beneficio del autor. Aunque ya hemos señalado que trabajando en cultura abierta pueden darse casos de pérdida de la autoría (sobre todo cuando muchos agentes se vean implicados en un mismo proceso y los trabajos se lleven a cabo de manera zigzagueante e intrincada), no siempre ha de ser así. El autor o autores de una obra pueden continuar siendo reconocidos como tales a pesar de que hayan renunciado a la mayor parte de sus derechos. Esta renuncia conlleva, como ya se ha señalado, abrir todos los procesos de distribución. Si la obra puede viajar libremente, el nombre, el pensamiento y la referencia al autor, lo harán en igual medida.
Muchos autores —y hay que aclarar que, cuando nos referimos a autores, nos estamos refiriendo a todos los autores y no solo a los que lo son de forma reconocida, popular y de sobra remunerada— traban continuamente su labor y el desarrollo posterior de la misma cuando obstaculizan su reproducción. Las obras, los pensamientos y los mensajes artísticos que quieran prosperar han de tener en cuenta que defender de manera conservadora los derechos de autor que les son inherentes, obstaculizarán de forma decisiva su progreso. Se anquilosarán y, en la mayor parte de los casos, morirán al poco de haber nacido. Muchas de ellas habrán alcanzado un desarrollo tan escaso que no podrán, a ojos de un observador desafectado, ostentar la categoría de obras conclusas.
A la cultura sólo le interesa la obra y debe apostar por ella prescindiendo de la valoración económica. Son dos aspectos distintos que deben ser tratados por separado. A pesar de ello, no hemos de olvidar que el autor desea obtener ingresos económicos derivados de la venta de su obra. Bajo la filosofía cultura abierta, no sólo no se impide que el autor comercie con su obra, sino que se autoriza de forma expresa. Con una salvedad: el autor no mantiene el derecho de comerciar con exclusividad. El libre derecho a la circulación y distribución del producto cultural se contrapone a este precepto. Así, el autor podrá vender copias digitales de su material artístico, pero otros podrán hacerlo de igual manera y con el mismo ánimo de lucro. Además, mantener una tesis abierta, significa que nadie podrá oponerse a que nadie distribuya copias, con o sin interés lucrativo, con o sin variantes sobre el original.
Que fluya libremente la cultura
Digámoslo con un ejemplo y experimentando en carnes propias. Establezcamos los parámetros básicos de la licencia de distribución de los productos culturales en régimen de cultura abierta.
Este artículo me pertenece a mí, que soy su autor. Esta versión inicial del mismo es de mi autoría y es lo único que decido conservar. A partir de aquí, autorizo todas las reproducciones que se quieran dar a este texto, incluso las que tengan como objetivo principal el de obtener un beneficio lucrativo para quien efectúa la distribución. Tan sólo ruego —pero no obligo— que se mantenga la mía como la autoría principal del original. Por supuesto, y siguiendo el hilo de la argumentación previa, quedan expresamente autorizadas cuantas modificaciones a este texto quieran realizarse. Pueden modificarse el sentido de unas pocas frases o sustituir párrafos completos. Queda esto al exclusivo juicio de los que vengan detrás.
Pero he de poner ciertas condiciones al acuerdo. Estas condiciones no son sino las ya establecidas por los desarrolladores de software open source y que, en resumen, son las siguientes:
- Los productos culturales deben circular libremente. De esta manera, los productos editados bajo esta licencia pueden distribuirse, entregarse o venderse con total libertad. Este sistema de distribución potencia la obra y ayuda al autor a desarrollarla hasta sus últimas consecuencias. Pero la libertad ha de ir más allá: podrá exigirse una contraprestación económica, siempre y cuando no se impida la modificación de la versión en cuestión, que habrá de ser siempre y en todo caso abierta y libre.
- La obra creativa debe de facilitarse de tal manera que pueda ser modificada libremente por quien quiera, como quiera y cuando quiera. Si esto no fuera posible de manera directa, se establecerá un sistema alternativo a través de Internet.
- No se debe permitir la discriminación de personas o grupos de personas en el trabajo sobre una obra distribuida con este tipo de licencia. De igual manera, los autores de las distintas distribuciones pueden decidir libremente qué versiones de la obra deben formar parte de ellas. Los trabajos que resultan de modificar las obras originales o sus posteriores versiones han de distribuirse con el mismo tipo de licencia que las anteriores.
En definitiva: se autoriza la libre modificación y distribución de este documento, siempre que se permita hacer lo propio con el producto resultante.
Nuestro futuro depende de nuestra filosofía
Siguiendo las palabras de Richard Stallman, hemos de entender que nuestra responsabilidad ha de ser una y solo una: permitir el máximo desarrollo de la cultura, ofreciendo todo el poder de control sobre ella a los usuarios. El resto es siempre secundario. Por ello, la filosofía ha de estar clara: nos preocupa el conocimiento y nos preocupa no vivir en la mejor de las sociedades posibles. Tenemos los medios y están, ahora más que nunca, a nuestro alcance. Los derechos de unos pocos deben carecer de importancia para conseguir, entre todos, ventajas substanciales. Sobre todo y teniendo en cuenta que el hecho de pasar por alto dichos derechos redunda, a largo plazo, en beneficio de los que los ostentan.
Dejemos a la cultura fluir con libertad. Permitamos que se desarrolle siempre al máximo nivel y que cualquiera pueda convertirse en agente implicado tan solo por desearlo.